miércoles, 16 de diciembre de 2015

Capítulo I

PRIMERA PARTE


LA MANO INVISIBLE

1

Adán Velázquez sintió alivio. Durante todo aquél día había luchado contra las visiones, pero al final no lo había podido soportar y había recurrido una vez más a los medicamentos. Y mientras caminaba desde su hotel hacia Russell Square flanqueado por el nutrido tráfico londinense, empezaba a constatar que las drogas habían hecho otra vez su efecto.

«Gracias a Dios» Pensó. De lo contrario Southampton Row, calle estrecha y rodeada de edificios altos y a esa hora con un embotellamiento significativo, se le haría aún más estrecha y sofocante. Claro que ese alivio venía con una indeseable modorra, una sensación de lejanía, de cansancio mental, de sueño y lentitud, amén de sequedad en la boca y labios partidos. Mientras se apresuraba superando a los viandantes más relajados, se arrepintió por primera vez de no haber gastado un poco más para alojarse en el Hotel Russell, cuya entrada quedaba a metros del lugar de su cita.

Si, estaba bien. Ya había notado que necesitaba cada vez dosis más altas para tranquilizarse y mantenerse enfocado. Pero sobre todo para no ver más que lo estrictamente real.

Se preguntaba qué sucedería con su vida si algún día los antipsicóticos y antidepresivos dejaban de funcionar. ¿Cómo evitaría ver demasiado? Un nudo de vergüenza y temor, que emergía amargo y doloroso en el fondo casi inconsciente de sus pensamientos, oprimió su vientre y le obligó a hacer una mueca de desesperación. 

Entonces se apresuró instintivamente aún más, mientras los tonos rojizos del crepúsculo empezaban a derramarse sobre la calle.

Quizá ella pudiera ayudarle: al fin y al cabo era una destacada neuróloga. Pero ¿sería capaz de decírselo? Era preferible seguir siendo muy reservado con algo como eso. Todo se podía usar en su contra, en especial si deseaba entrar en el artero juego de la política algún día. Todos saben que son expertos en rebuscar en la basura del pasado. 

Adán Velázquez, el hijo del Ministro de Economía de Chile. Adán Velázquez, el hombre privilegiado por la naturaleza y por la mismísima historia. Alto, bien parecido, brillante. Recién doctorado en Harvard, a la temprana edad de veintiséis años. Adán Velázquez, el orgullo de la clase social más orgullosa del país, el hombre del futuro prometedor y de las infinitas posibilidades. ¿Cómo podría ese hombre excepcional decirle a alguien que desde hacía un año veía cosas que no podían ser reales?

Se subió el cuello del abrigo al sentir una brisa presagiosa que traía olores de comida fina, gases de vehículos provistos de convertidor catalítico y árboles disfrazándose de otoño. Embotados los sentidos por los fármacos y algo obnubilada la mente, fijaba la mirada en el pavimento casi en forma ininterrumpida, y se repetía tenazmente la letanía que desde hacía un año le servía para tranquilizarse.

«No estás loco. Los locos no se preguntan si están locos. Los locos no se gradúan de Harvard con sobresaliente. No hay ningún otro síntoma salvo las visiones y el agotamiento nervioso debido al temor. Todo tiene una explicación lógica
»

Era una tarde sólo un poco gélida en Londres, y el sol ya se retiraba, pues los tonos rojizos estaban transformandose en tinieblas: pronto caería la oscura y fría noche; entonces las pareidolias se volverían la norma, y no la excepción, sobre cada rugosidad y vericueto de las superficies medio ocultas, y todo se cubriría de temor. Pero Southampton Row, en pleno barrio de Bloomsbury, rebullía de actividad y los rojos buses de dos pisos hacían sonar la bocina más de lo necesario. O eso le parecía a él, que ultimamente prefería el silencio total y el aislamiento. En ambas aceras había comercios, cafeterías y portadas de hoteles ostentando coloridos pendones y letreros. El economista no podía estar más rodeado de gente de aspecto sano, amigable y alegre, y sin embargo, nunca se había sentido tan solo y amenazado.

Al atravesar Bloomsbury Street, devorando las distancias a largos pasos,  vio a lo lejos, en la acera de enfrente, el letrero de un pequeño Costa Coffee. La cafetería de los neurólogos, recordó que la llamaban, pues el Instituto de Neurología del University College de Londres se encontraba a la vuelta de la esquina. Todo por allí tenía el hálito de la superación, de lo ordenado hacia un fin, de lo nuevo y excepcional, de lo vital, limpio, osado, joven y luminoso. Adán lo recordaba, mas no podía sentirlo. En el todo era entropía, caos, desesperación.

«Neurólogos», murmuró moviendo apenas los labios. Quizá eso era lo que necesitaría si la olanzapina y la risperidona conseguidas merced a las malas artes de un amigo enfermero se revelaran, en algún momento, incapaces de contener las horribles visiones. Recordaba muy claramente la advertencia del joven, y las posibilidades le estremecían:

“Debes ir al psiquiatra, Adán. Tomar medicamentos así es muy irresponsable. Podrías tener un tumor cerebral. Podrías estar sufriendo alguna intoxicación” le había dicho en el estacionamiento de la Facultad, una oscura noche de mayo, agitando las cajas en la bolsa frente a sus ojos.  Pero él no estaba dispuesto a remover más el asunto ni a meter a otra persona, y se repetía que debía ser simple stress.   

Si, eso eran. Simples confusiones sensoriales producidas por un sistema nervioso agotado. Salvo por un detalle. Un detalle que hasta entonces había minimizado pero que no podía olvidar. 

El curso de sus recuerdos saltó a algo más alegre. Allí, en aquél pequeño Costa Coffee se había reunido varias veces con la doctora Francine Monagan, y también allí habían hablado por primera vez del proyecto Logos. Sin duda una mujer hecha y derecha esta Francine, a quién  él no quería comparar con su propia prometida. Prefería no hacer esta comparación, pues le provocaba una vaga sensación de encontrarse en un error al proyectar contraer matrimonio con la anodina y empalagosa Pilar Recabarren. Recordó, o más bien, fue impactado por el recuerdo del sabor de los croissants, el olor del café y el olor de ella, y se le hizo agua la boca, entre otras reacciones físicas a las proyecciones de su memoria. 

No aminoró la marcha: después de la cita quizá habría tiempo. La habían pasado bien aquella vez, así que la trataría de convencer para que fueran allí nuevamente, se dijo. 

Eso si, trataría de convencerla si es que no estaba muy oscuro. Por esos días el economista sentía rechazo a la oscuridad en las calles, que cubría con un manto de negra duda todas las formas. Además, cuando habló telefónicamente con Francine para concertar la cita, esta le pareció distante, nerviosa y apresurada. La escuchó hablar casi en susurros, y tenía una voz cascada que le hizo suponer que se encontraba enferma. 

Y había sido durante esa conversación que había visto moverse el escritorio, como si este hubiera sufrido un repentino sobresalto. Este era el detalle que le hacía dudar de que todo estuviera en su mente. Quizá vio también una sombra detrás del mueble pero eso no lo recordaba con claridad. Fueron sólo un par de centímetros, una distancia insignificante, pero las patas del escritorio emitieron un fuerte gemido al arrastrarse. Realmente se arrastraron. 

Ella escuchó el ruido a través del teléfono, y como por arte de magia había detectado que no se trataba de un ruido normal. Una extraña percepción que nada tenía que ver con la distancia, o con la calidad del ruido en sí. Adán la había querido tranquilizar inmediatamente restando importancia al asunto, pero Francine parecía aterrada y pronto colgó murmurando una despedida ininteligible. Como si sólo aquel sonido entre todos los sonidos del mundo llevara el miedo en sus ondas. Un sonido escapado del infierno entre la pléyade de sonidos pedestres y naturales de cualquier conversación telefónica. 

Otra vez decidió apartar esos pensamientos. Siempre había podido ignorar lo superfluo, lo que gastaba energía inútilmente, y en lugar de ello enfocarse en lo productivo. Sentía que así era el hombre que valía. Trató de dirigir su mente a cosas más prácticas. 

Si esto del proyecto Logos era algo más o menos secreto, ¿qué sentido tenía que la doctora Monagan lo citara en un lugar tan concurrido como Russell Square, y casi en hora punta?.

Se sentía algo dubitativo. Quizá el proyecto Logos no era en realidad tan importante como le querían hacer creer. Quizás ni siquiera funcionaría. No había que preocuparse demasiado,se dijo. Lo importante era verla. 

Pasó frente al Costa Coffee, y se vio reflejado en el cristal por un instante. El cuello le pesaba debido a una extraña y constante tensión muscular, lo que hacía que se viera un tanto encorvado, pero siempre con los largos y ágiles pasos que le eran característicos, pero ahora con las manos embutidas de forma tensa en los profundos bolsillos del abrigo.

Había estado muchísimas veces por ahí, de modo que la bella Londres no era una novedad para él. Pero esto por sí solo no justificaba su abstracción del entorno. Sentía que no le era conveniente mirar demasiado hacia afuera de su propia corriente de pensamientos. 

Pronto pudo ver, unos cien metros adelante, una parte del estilizado perfil del Hotel Russell, y frente a él, los bultos verdinegros de los árboles de Russell Square. El sol poniente hacía rojear levemente el edificio de soberbia arquitectura victoriana, que se destacaba orgulloso por sobre las demás construcciones de la cuadra enfrentada a la la plaza. 

Se sentía como en una nube. O como si una turbia nube se hubiera aposentado en su cerebro.  Aparte de la secretísima preocupación por su estado de salud mental, había otro ruido sordo en su alma, aunque esta vez la afectada era su conciencia, como si estuviera delinquiendo. Algo le inquietaba, pero hasta entonces no le había prestado mucha atención,como si la inquietud golpeara muy quedamente a la puerta de su conciencia y el solo escuchara por instantes su insistente llamado, para luego desentenderse de ella, como si se tratara de un pensamiento que le llamara desde lo profundo de un pozo lleno de espeso alquitrán.

Cruzó la calle Russell Square y se enfrentó a la entrada de la plaza enrejada. Enfrentó un pequeño prado que él recordaba florido, pero que ahora estaba mustio. Más a la derecha, un lacónico letrero de ubicación y otras informaciones prohibía ingresar en bicicleta a la plaza, así como fumar, jugar con pelotas en su interior o dejar fecas de mascotas. El economista miró el letrero una fracción de segundo, y rápidamente volvió la vista al suelo. Una forma se había empezado a materializar al lado del anuncio, como un torbellino de puntitos o granos de dorada arena que se iban arremolinando,  conformando una figura encapuchada de rasgos indefinibles.

Pero,afortunadamente, bastaba con apartar la mirada. Por ahora. 

Sentía que los árboles, que entonces empezaban a perder su follaje cansado, se alzaban oscuros, casi amenazantes, techando parcialmente los senderos de la plaza.  Pronto, quizá en un par de semanas, sus ramas desnudas parecerían negras garras buscando víctimas sobre los pastos macilentos.

 Apartó por tercera vez los negros pensamientos de su mente, y miró al suelo. Ojalá pudiera mirar solo al suelo. 

A Adán Velázquez no le interesaban las plantas ni los árboles en realidad. Aquellas excrecencias de la tierra tenían poco valor para él salvo, quizás, en lo que tocaba a alimentación y oxigenación.

Al economista le interesaban las estructuras humanas, los sistemas de relaciones en que los seres humanos intercambian su esfuerzo y sus bienes. Recordó las sonrisas y felicitaciones que había recibido por su tesis doctoral sobre Análisis Matemático de Riesgo de Inversiones. Se enorgullecía, porque casi ningún economista sabía suficiente matemática como para apenas empezar a leer su tesis. 

 La naturaleza, en cambio, como aquellos abundantes árboles, le parecía un caos en que batallaban continuamente peligrosos titanes que era necesario someter y controlar. "Gracias a Dios por la ciudad, en que todo es ordenado" Se encontró diciéndose a sí mismo. 

El orden creado por el hombre y por la mano invisible. Los mercados. Estas eran las cosas del mundo que él percibía y entendía sin esfuerzo, en la que se sentía cómodo y dispuesto. Esta era su clave para explicarlo casi todo. Y esta clave le había servido perfectamente hasta que el mundo de esos espectros se le había comenzado a confundir con el clarísimo mundo material. 

Torció a la derecha. Sus zapatos crujieron sobre el pétreo pavimento cubierto de ramitas, algunas hojas  y motas de tierra. ¿Qué era lo que le incomodaba en la conciencia moral, aquello en lo que no deseaba pensar, pero que no se iba del telón de su mente, como una canción pegajosa con una letra cambiante, aleccionadora, aunque trémula. sin melodía? 

« Ah sí, eso. Es una preocupación estúpida. Si la gente como yo no hace algo por mejorar la sociedad, ¿quién lo hará? Es molesto meterse en las vidas de los demás, pero a veces es necesario. El populacho no puede mejorar por sí mismo, está demostrado. El proyecto Logos está plenamente justificado»

Terminó de rodear el prado de la entrada y continuó dirigiéndose hacia el centro de Russell Square. La brisa hacía parecer que los árboles, que la plaza entera gemía y susurraba secretas amenazas. Apretó el paso, pero ahora estaba a punto de trotar. Definitivamente no quería estar allí cuando oscureciera del todo. La sensación de amenaza y peligro se había hecho más fuerte que nunca.

No tardó en descubrir a la doctora Monagan que, vistiendo un llamativo abrigo rojo del mismo tono que las casetas de teléfonos y los autobuses londinenses, estaba sentada en la única banca de madera que se podía apreciar en el sendero, justo al lado de un basurero metálico pintado de verde antioxidante y un poste de alumbrado.

Afortunadamente, Adán recordaba que  la plaza tenía suficiente luz. Pero la oscura forma de un tejo, o quizá de un acebo de grandes hojas senescentes y tronco estrecho prestaba su sombra a la banca en que Francine se encontraba sentada mirando la punta de sus botas negras.

«¡Qué absurdos miedos!» pensó. Pero oteó con inquietud las copas de los demás árboles visibles desde allí hasta la fuente central de la plaza. Era en los árboles, justamente, con sus formas cambiantes, donde había visto más cosas extrañas.

Francine no se volvió a mirarlo mientras él se acercaba. Tenía una gran maleta de factura barata con rueditas a sus pies, como si pretendiera hacer un viaje. Era una mujer en la treintena que hacía poco tiempo debía haber sido bastante guapa.

Adán sintió que verla así, tan natural, tan desarreglada, tan tristemente distraída, le quitaba encanto y misterio. No era la Francine que el recordaba, la que no dejaba de mirarle con ojos brillantes y risa fácil. Sintió también una leve decepción, e incluso se sintió algo ofendido. Parecía prematuramente envejecida, en una forma muy típica de las científicas dedicadas a difíciles investigaciones. Todo esto lo pensó mientras se sentaba a su lado aparentando completa calma. 

— Llegas tarde — le espetó ella, mirándole apenas, sólo por una fracción de segundo.
— Pero ya me tienes aquí. Para mí también es un gusto verte, Francine — respondió Adán con una sonrisa imperturbable, en perfecto inglés. 
— Vamos al grano. Disculpa, Adán. No quiero ser grosera, pero estoy muy cansada y un largo viaje me espera —

«Ha cambiado mucho. Realmente está destruída» pensó en castellano Adán, casi murmurando.

La mujer se había inclinado para abrir la cremallera de uno de los bolsillos exteriores de la maleta que tenía a sus pies. Quizá lo más molesto era que no lo miraba. Unas hebras blancas caían por entre su pelo castaño, ya apenas distinguibles en la creciente penumbra. 

Era como si hubiera envejecido diez años en un mes.

Adán estiró mecánicamente la mano para tomar lo que Francine había sacado de su maleta. Sus manos se rozaron. Era una pequeña memoria flash.

— ¿Aquí está todo lo que se necesita para echar a andar Logos? — Preguntó Adán — Supongo que después recibiré más instrucciones…
— Eso es todo — respondió ella — no necesitarás más instrucciones.
— Bueno, pero...— empezó a objetar. No quería parecer inseguro, así que se interrumpió, mirando el pequeño dispositivo negro, dándole vueltas una y otra vez en la mano. Poco a poco, casi sin notarlo, se había ido girando hacia el lado contrario al de ella, cruzando las piernas. Se sentía despreciado.

Monagan, por primera vez desde que se había sentado a su lado, volvió el rostro hacia él. Sus ojos azules, antes vivaces, parecían una pintura deslucida, rodeados por un pozo de ojeras. Sonreía sin reflejar nada, como agotada, muerta. Fue sólo un instante, y bajó la  mirada. Se irguió un poco, y apoyó un codo en el respaldo de la banca. 

— No necesitas instrucciones. Ya te dije que el proyecto Logos se basa en una tecnología nueva, muy avanzada, que seguramente te parecerá mágica en un principio. Todo lo que debes hacer es conectar esto al computador, ejecutar el único archivo “.exe” que contiene la memoria, si es que no se inicia por sí misma, y escuchar el sonido que hará el parlante. Haz eso, y si lo haces bien, sabrás todo lo que tienes que hacer, todos los pasos sucesivos que te llevarán a cumplir tu  objetivo. Debería ser en menos de una hora o algo así. Si no pasa nada, pudiera haber algo en el sonido de tu computador que está fallando. Prueba otros esquemas de ecualización, o cámbiate de PC o de audífonos, lo que sea. Pero no debería haber ningún inconveniente.

Una explicación tan escueta no era algo tranquilizador. Sin embargo, él no quería parecer pusilánime ni dar la impresión de ser hombre corto de entendederas.

— Supongo que si tengo cualquier duda siempre podré contactarte por teléfono o por internet — repuso. La voz de Adán sonó desanimada, para su pesar. Un inglés gordo con sudadera gris pasó haciendo jogging a una velocidad ridículamente baja, arrastrando los pies. Les miró con el rabillo del ojo; Francine se quedó mirándolo un momento, como si el corredor fuera más interesante que la pregunta de Adán. Luego suspiró y bajó el rostro.

— No lo creo, Adán — murmuró al fin, con un hilillo de voz — planeo desaparecer.

La miró estupefacto. Ella le dirigió una mirada que pretendía ser empática, pero resultaba mortífera.

— El costo personal ha sido demasiado alto — dijo — estoy fuera. — La suave voz femenina, dulcificada por un halo de desesperación, tembló notoriamente y a Adán le pareció que quería balbucear algo más. Sin embargo, no prosiguió y sus ojos volvieron a huír hacia el pavimento del sendero. 

— ¿Se puede saber qué te pasa? Creo que el stress te está pasando la cuenta. ¿Es ese el costo al que te refieres?
— Puede ser — repuso ella, sin inmutarse ante la brusquedad con que había sido formulada la pregunta. Toda esperanza de animar la conversación se desvaneció en ese momento.

Y también en aquél momento un cierzo helado barrió la plaza ante ellos como si un espíritu se metiera en todas las cosas y las vivificara. Volaron las hojas secas, se agitaron las ramas desnudas como negros ganchos, se arremolinó el polvo. A su pesar, Velázquez se estremeció. La plaza ante ellos se estaba llenando de puntitos brillantes poco a poco. O eso creía ver el joven. 

Francine sintió también ese toque de muerte, porque se levantó de un salto, tomó la mochila del manillar y dijo, con voz ausente de toda expresividad:

— Me largo. Y si tu fueras realmente inteligente, harías exactamente lo mismo. Sal de esto apenas puedas.— acto seguido, empezó a caminar rápidamente en dirección al centro de la plaza, hacia la fuente, arrastrando tras de sí la maleta provista de ruedas, que giraban con bastante estrépito. Adán se quedó inmóvil unos instantes. Luego se levantó, y con dos zancadas alcanzó a la mujer. La tomó del brazo sin cuidarse de parecer rudo.

— Francine ¿Qué sucede? — La volteó hacia sí con más brusquedad de la esperada. De inmediato se sintió mal por la precipitación y la fuerza empleada, pero no lo dejó traslucir.

Fue entonces cuando, a la luz más directa del farol, notó en toda su magnitud el cambio operado en el rostro de la doctora. No había posibilidad de que fuera debido a un simple agotamiento. Objetivamente ella había envejecido, y a la luz blancuzca pudo ver muchas canas que hacía un mes definitivamente no estaban allí.

Ella lo miró a los ojos. Se contemplaron por unos instantes cada uno en las pupilas del otro. Luego ella apartó la mirada y murmuró. “Tu lo sabes”

Y Adán supo, en ese instante, y sin posibilidad alguna de duda, que su propio problema no era esquizofrenia, ni un tumor cerebral. Pero esto no fue un alivio, sino todo lo contrario. Nuevamente recurrió a su truco mental: reprimió este pensamiento, lo ignoró como estaba acostumbrado, pues sentía que la única manera de mantener la cordura era ignorar pensamientos. De todas formas ellos volverían, pero él decidiría cuándo. Había que administrarse. 

La doctora levantó la mirada y dijo con voz desfalleciente, a punto de romper en lágrimas:— Nos utilizaron, Adán. Estamos en medio de su guerra y pagaremos el precio de nuestras mentes. Creo que para ellos somos sólo daño colateral. Es decir, no les importará eliminarnos para lograr sus objetivos —

— ¿Quienes? —
— No estoy tan segura de quienes son los involucrados. Creo que el director del Instituto de Neurología podría ser uno, pero como te digo no estoy segura. Además, creo que son muy poderosos.—Hizo una pausa en que un hondo suspiro salió de su pecho comprimido por la angustia. —Creo que el proyecto Logos va mucho más allá de lo que nos han dicho. Y creo que tu país servirá de conejillo de Indias 


— ¿De conejillo de Indias? —repuso él, alarmándose cada vez más —Pensé que todas las pruebas ya estaban hechas. Tu me dijiste que Logos era totalmente seguro.— 

—¿Te parece que las cosas que has estado viendo son normales? —preguntó ella, sacando un pañuelo del bolsillo para atajar una lágrima que había conseguido escapar su cuenca natal. 

Adán no supo qué responder. No podía creer que ella lo supiera. O que sus visiones estuvieran relacionadas con el proyecto Logos. Francine le tomó con fuerza el brazo.

—Pero por lo que más quieras, trata de actuar con normalidad. Te dije que nos juntáramos aquí porque creía que no nos vigilarían, pero ya no estoy tan segura. Siento...algo. Regresa mañana a Santiago como lo tenías previsto, y sigue las instrucciones como si no te hubiera dicho nada, por tu bien.

Francine iba a abrir la boca para decir algo más, y Adán empezaba a sospechar que la mujer no estaba razonando con claridad. Pero justo entonces una nueva ráfaga de viento levantó los faldones de sus abrigos, junto con hojas secas y polvo. Más puntitos brillantes, pequeños como luciérnagas minúsculas, se arremolinaron cerca de ellos, compactándose en formas que parecían cada vez más definidas. Las ramas de los árboles se separaron un poco y luego se juntaron con un rumor como de mucha agua. Adán vio el terror llenar los ojos de la neuróloga, como si hubiera visto algo entre las ramas. Y no alcanzó a reaccionar a tiempo cuando ella se soltó de su mano de un tirón y escapó rápidamente, diciéndole “Vete, vete ahora” como despedida.

El se quedó estupefacto. Quiso seguirla, pero vio que había algunas personas mirándolo y se contuvo dignamente. Y había otra cosa. Era la presencia de una oscuridad más oscura que las tinieblas de la noche, que se había situado como una mortaja negra sobre toda la plaza. Si, esa era la metáfora apropiada: una mortaja. 

martes, 15 de diciembre de 2015

Aviso legal.











Serie "Las Guerras Teotécnicas" I

Ricardo Bachiller | Ciudad Egótica








 © 2015 by Ricardo Bachiller A. © Ediciones C, S A , 2015
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 ISBN 85-666-2131-8 Deposito legal C 46 376-2004

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