lunes, 8 de febrero de 2016

5

No bien hubo visto al simple y mundano perro negro, con su expresión bobalicona y su lengua sedienta, pero sin poder notar nada en él que no fuera estrictamente ordinario, el economista, presa de singular excitación, dio media vuelta y enfiló hacia el hotel. El corazón le latía con fuerza de un modo tal que creía escuchar cada vigorosa contracción como un sordo golpe en los oídos. Nunca antes se había sentido tan asustado como en ese momento en el que el desafío y el desafiado eran la misma persona, esto es, él mismo, y cuando por acción de quizás qué fuerzas se había visto obligado a reconocer en toda su significación que veía cosas imposibles. No miró atrás ni por un instante.

De cuando en cuando sentía aleteos, brisas entrecortadas, y sabía sin necesidad de verlas que eran palomas, muchas palomas, que ya un par de veces habían dejado caer sus blancos desechos sobre los hombros y la solapa de su abrigo negro. Casi no miraba en derredor, solo al piso y al frente de forma intercalada, solo lo indispensable para no tropezar, o para esquivar a alguien demasiado absorto en su celular o en sus audífonos, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Caminaba cada vez más rápido, hasta que, incapaz de soportar la lentitud sincopada de su propio pazo, empezó a correr sin ninguna gravedad. El dependiente de un negocio le quedó mirando, olvidando la saludable regla de no meterse en lo que no era de su incumbencia. Sabía que muchos más le miraban, y eso era para él lo peor de aquella alocada carrera por Southampton Row. No estaba en control, no podía controlar lo que los otros pensaban de él. 

Entró al hotel y se dirigió directo a la habitación. Cruzó el lobby con paso impetuoso, sintiendo una verdadera urgencia por librarse de su sobrecarga sensorial. Le parecía que estirándose sobre la cama en la oscuridad y el silencio de ese sitio protegido de indiscretas miradas se sentiría mejor rápidamente.  Por o menos ya no se sentiría tan mareado.

“Lo único importante es que el pendrive esté a salvo.” Se dijo. Estaba tan confuso que no podía traer a la mente el por qué aquel pendrive era tan importante, pero no lo puso en duda.

Cuando iba subiendo, solitario y silencioso entre los pulidos planos de los espejos en el ascensor, le pareció que la ridícula chiquilla de negro estaba allí, con él, de alguna forma misteriosa. Que había aparecido repentinamente y sin explicación en el cubículo, sin que esto significara que la hubiera visto realmente con los ojos del cuerpo. 

“No existen los perros que se transforman en personas. La irracionalidad lleva al caos. La
mano humana, la mano invisible, es la que ordena las cosas dándole a cada cuál el valor que le corresponde. Excepto la mano de esa chiquilla que escribe sin sentidos en un ventanal. No lo comprendo”.

Empezaba a verse atacado por una extraña distorsión del tiempo. En cierto instante le pareció que habían pasado unas dos horas desde que había salido del café. Pero el reloj le ayudó a comprobar que,
como era lógico, sólo habían pasado poco más de quince minutos.

Caminó por el pasillo mirando la alfombra, sintiendo sus pasos amortiguados e  irritantemente abúlicos. Apretaba con fuerza el pendrive usando el brazo, lo que hacía que éste le quedara en posición extraña. "Parezco un enfermo" se repetía al ver su reflejo en cualquier superficie. No comprendía por qué tenía la extraña sensación de ver a la chica de los piercings a cada momento al pasar frente a cada superficie pulida.

No quería levantar la vista por miedo a lo que pudiera ver. Afortunadamente los aleteos de palomas habían cesado, por la simple razón de que las aves no lo habían seguido al interior del hotel.
Entró a su habitación, y aseguró bien la puerta. Se tendió inmediatamente sobre la cama, desfalleciente, sintiendo una relajación muscular inmediata y satisfactoria. No quería levantarse jamás.

Debido a la carrera y a la perturbación emocional, estaba sudando copiosamente. Pero no se quitó el abrigo, manchado con excremento de paloma, ni siquiera los zapatos. Le parecía que si movía la cabeza aunque fuera un mínimo, los mareos regresarían y acabaría abrazado al excusado.

Cuando abrió los ojos se sentía bastante relajado y mentalmente estable. La luz de un nuevo día entraba por la ventana a raudales. Ni rastros de palomas, perros o adolescentes-perros. Palpó su
abrigo. El dispositivo estaba allí, inerte y frío.

Se sentía bien. Entró al baño, se duchó, e incluso se rió un poco de sí mismo en relación a su conducta de la noche anterior. ¿Qué habría pasado? Quizá fuera el dispositivo. O quizá algo que había comido le había producido una intoxicación con síntomas inusuales. Definitivamente tendría que hacerse un chequeo médico para comprobar que todo estuviera bien.

Tenía que ordenar todas sus cosas para viajar de inmediato a Santiago. Había adquirido pasajes para las tres de la tarde. Tenía algo de tiempo. Pidió servicio a la habitación, y le trajeron el desayuno.

Mientras sorbía el café y olía las tostadas con mermelada, decidió ponerse frente al televisor, y lo encendió con el control remoto. Surfeó por varios canales, hasta que un despacho de noticias le llamó la atención.

La reportera era una inglesa típica, pecosa y de pelo cobrizo corto. Lo que había llamado la atención de Velázquez fue que reconoció el barrio desde donde se efectuaba el despacho: era en frente de Russell Square. Subió el volumen, sintiendo una injustificada opresión en el pecho.

“En horas de esta madrugada fue encontrado un cuerpo en Russel Square, en lo que podría ser el más sangriento y horrible crimen que se haya cometido en el tranquilo barrio de Bloomsbury. Se trata del cuerpo de una mujer identificada, según su documentación, como Francine Monagan, quien se desempeñaba como investigadora del Instituto de Neurología del London College, específicamente estudiando la conducta de asesinos seriales y su curación, lo que aumenta el misterio de este macabro hallazgo...”

“La historia que vamos a contar ahora no es apropiada para los niños, así que no se entregarán todos los detalles por el momento, pero al parecer la doctora Francine Monagan habría sido víctima de una especie de asesinato ritual. Ha trascendido que esto podría tener alguna relación con sus investigaciones....”

“Su cuerpo ha sido encontrado desnudo, atado a unos árboles con las piernas y los brazos
estirados, pero lo más impresionante de todo ha sido que el o los asesinos se dieron el tiempo de grabar en su cuerpo, aparentemente con un cuchillo caliente, lo que podrían ser unas palabras en un idioma desconocido, o alguna clase de símbolos”

Entonces, detrás de la periodista, más allá de la cinta amarilla de la policía amarrada a los
árboles, vio de nuevo al perro negro. Estaba sentado, igual que en la noche anterior, idéntico. Y parecía mirarle a él por encima del hombro de la periodista.

Había que salir de allí. No había tiempo de empacar. El tiempo se aceleraba otra vez, el pensar se hacía corto y fluía a tropezones, sin profundidad. “Déjalo todo Adán. Sólo lleva dinero, el pasaje, lo que tienes puesto y el dispositivo. Hay que salir del país ahora.“ Se repetía mientras se terminaba de vestir frenéticamente. No sabía por qué exactamente se apresuraba, pero cada célula de su cuerpo quería dejar Londres en ese mismo instante.

“Fue ella” – se repetía – “La chica punk, trash o lo que sea. Ella escribió esos símbolos desconocidos en su cuerpo. Viene por mí, sea quien sea”.

Debió demorarse menos de cinco minutos en salir del hotel, llevando solo una maleta de mano. El pago en la recepción fue muy rápido. En un poco más de media hora de presionar al conductor del taxi llegaron al aeropuerto, sobrepasando mucho el límite de velocidad. Lo que era innecesario, pues el vuelo no salía hasta las tres.

Durante todo el viaje sobre el Atlántico Adán Velázquez estuvo con una extraña sensación
de de-javú. Y de que el tiempo pasaba rapidísimo. Durmió la mayor parte del viaje, levantándose sólo para cambiar de avión en Sao Paulo. Al aterrizar en Santiago, se sentía pésimo.

No habló con sus padres, ya que ellos no le esperaban hasta dentro de dos días. Les había mentido sobre su fecha de arribo, para tener tiempo de hacer ciertas cosas a sus anchas. También le había mentido a Pilar, su novia. No tenía interés, ya habría mucho tiempo, tal vez demasiado, en estar con ella. Se fue directamente a su departamento en Providencia, y apenas llegó se metió a internet a buscar información sobre el asesinato de Bloomsbury.

Al parecer había verdadera conmoción en Londres, a juzgar por la abundante información consignada en la prensa desde el día anterior. .El joven se dijo que incluso era posible que Scotland Yard le buscara para interrogarle, puesto que había sido una de las
últimas personas que había estado con ella. “Fue la chica de negro” – se repetía Adán.

Quizá fuera mejor declarar voluntariamente, para evitar cualquier impasse con los
ingleses. Pero, ¿qué les diría? ¿Qué estaba metido con la doctora Francine Monagan en
una conspiración para controlar el mundo, o algo así? ¿Qué una adolescente perro le
había escrito un mensaje amenazante por lo que había tenido que huir?

Siguió explorando. En un portal de noticias habían entrevistado a varios expertos en religiones y sectas, y entre ellos, había uno experto en lenguas antiguas. Decía, entre
otras cosas:

“Las palabras grabadas en el cuerpo de la científica corresponden a una fórmula que aparece verso del Antiguo Testamento, lo que refuerza la tesis del asesinato ritual. “

No había duda. Era lo que la joven había estado escribiendo.
“Los símbolos son arameos, y transliterando a los sonidos más similares en nuestro idioma, día algo así como: MENE MENE TEKEL UPARSIN

El experto acotabaen que este  mensaje es el mismo que aparece en el cuadro “La escritura en la pared” de Rembrandt,en que se puede apreciar como una mano desprovista de cuerpo escribe en la pared esta ominosa fórmula profética, interrumpiendo las festividades y pasmando a todos.

Adán sintió un golpe en el pecho...¿Una mano sin cuerpo? ...¡Una mano invisible!....

A continuación, el experto explicaba que el significado de las palabras no era del todo claro, pero parecía tener un sentido literal y otro simbólico. El literal era algo así como: “Una mina, una mina, un siclo y un medio siclo” que eran pesas o unidades monetarias arameas. Pero, según la historia bíblica, cuando Daniel interpreta la visión les da un significado que implica el fin del reinado del Rey Belsasar:

MENE: derivaría del arameo para “contar”, lo que implicaba que el fin del imperio caldeo
estaba cerca. “Contó Dios la duración de tu reino, y le ha puesto fin”

TEQUEL: derivaría de la palabra aramea para “pesar”, y que significaría que Belsasar había
sido pesado en una especie de balanza moral divina y no había tenido suficiente peso moral para seguir siendo rey. “Fuiste pesado en la balanza, y fuiste hallado insuficiente”.

UPARSHN: Esta palabra vendría del arameo para “dividir”, y significaría que el imperio Caldeo, heredero del Imperio Babilónico, sería dividido entre los Medos y los Persas.

Y según la historia bíblica, esa misma noche los enemigos tomaron la ciudad de Belsasar, mataron al rey e impusieron el imperio Persa.


Adán se sentía mal otra vez. La sensación de de-javú había regresado. Se llevó la mano al
bolsillo de la camisa y palpó la memoria. Pensó en el rostro de la muchacha punk. No recordaba haber visto un rostro más macabro en su vida.

Probablemente si la hubiera conocido en otra circunstancia solamente le habría parecido una pobre criatura, seguramente drogadicta, una vida sin aporte para nadie.

Necesitaba ducharse. Pero súbitamente se sintió ahogado. Ni siquiera se había cambiado
la ropa. Sólo se había quitado el abrigo, que en Santiago por esas fechas no necesitaba.

Caminaba de un lado a otro por el departamento, pasándose las manos por la cara. Sólo
entonces se dio cuenta de que había caído en un sopor tan grande durante el vuelo, que
casi no recordaba el momento en que el avión había hecho escala en Sao Paulo. Eso no podía ser normal.

“Tengo que caminar” se dijo, angustiado. “Hacia algún lugar donde haya algo de verdor
para relajarme. Y comeré algo”

Ya estaba metido en esto. A lo mejor no era nada, y todo estaba en su mente. Pero algo le
decía que no era así. Se sentía angustiado. Y nunca había estado angustiado, o al menos,
no tanto.

Notó que no tenía su argolla por ninguna parte. Quizá la había perdido en el avión. No le
importó.

Enfiló sus pasos por Avenida Providencia, acercándose al Cerro San Cristóbal. En el
trayecto pensaba en la mano Invisible de Adam Smith, y la mano que había puesto aquél
mensaje apocalíptico en la pared. Pero también pensaba en la mano de la muchacha trazando esos caracteres con su dedo en el cristal. Entró en un local que le pareció
aceptablemente limpio y pidió una hamburguesa y una Coca-cola. Se entretuvo mientras
comía mirando los pequeños cuadros vintaje que adornaban las paredes de la cafetería.

También había libros viejos distribuídos por todas las mesas. Era una interesante idea para ese horrible lugar.
Tomó uno y lo abrió. Era 2666, de Roberto Bolaño. Leyó algo respecto a un pintor que se
había vuelto loco y se había cortado su propia mano para ponerla en un cuadro.

Comió vorazmente y siguió su camino.

La gente caminaba a su alrededor como espectros sin sentido. Los ocupantes de los
vehículos se veían más dignos que los caminantes, pensó. Pero de todas formas todos
parecían comunes, aburridos. Gente del montón.

Se metió por unas pequeñas callecitas para llegar hasta la entrada que daba paso al Cerro.
Allí pululaban los universitarios y se escuchaban risas en los pubs. Estaba cerca de las
sedes de las estaciones de televisión de la ciudad. Había devorado las distancias con sus
largos pasos y ni siquiera había reparado en que había caminado bastante.

Todo le era común y ordinario por allí: gente morena, pequeña, fea. Estudiantes universitarios despistados y mediocres, como todo en el país. Demasiado niños en comparación con los estudiantes de Harvard o Chicago. Gritos de vendedores ambulantes.

Casas viejas mezcladas sin ningún concierto con edificios nuevos. Calzadas con baches, cunetas rotas, basura en las rejas de las alcantarillas. Micros ruidosos y hediondos. Olores
mezclados.

Todo era tan pedestre y común que empezaba a creer que todo lo del día anterior había
sido un sueño, y se preguntaba si no debía volver a casa a ducharse para no contribuir a la
hedentina general. Pero la entrada al parque estaba muy cerca.

Había, no obstante, algo nuevo. Aunque se decía que quizás era su percepción la que había cambiado por cualquier motivo, no podía evitar sentir que el ambiente de la ciudad parecía haber empeorado  de forma repentina. Sin embargo, sólo era una sensación: visualmente las cosas no habían cambiado demasiado, 

Y entonces la vio. ¿Era ella? ¿Acaso se estaba volviendo loco?

Sintió por segunda vez en el día un nudo de nerviosismo en las tripas.
Ingresando al parque justo delante de él, caminaba una joven de negro, pequeña, con
melena, con jeans negros desteñidos y botas militares, con chaqueta negra llena de
parches y costuras horribles.

Era ella. No podía ser, pero era ella. No había duda. Lo supo antes de verla de perfil, con
sus aros en la ceja y en la nariz y un dedo asomando por un hoyo en la manga de una
especie de blusa de un tono azuloso que llevaba bajo la chaqueta.

Ella se detuvo por un momento como dudando acerca de qué dirección debía seguir, y fue
entonces cuando él pudo apreciar su rosto flaco y anguloso.

Iba hacia el cerro, caminando con cortos pasitos. A Adán se le antojaba que sus piernas
eran tan flacas y el pantalón tan ajustado, que perfectamente podían ser hilacha colgando de la chaqueta. Ella se decidió por el sendero algo escarpado que se abría a la
derecha. Ahora él tenía la ventaja: él la había visto, no ella a él.

Y Adán Velázquez ya no se sentía desfalleciente, como hasta ese momento. Ahora
aclararía las cosas, entregaría a la chica a la policía, si era necesario. Pero el misterio le
molestaba. O la locura, o lo que fuera. Estaba espantado, pero era otro tipo de espanto,
que no embotaba los sentidos, sino que los agudizaba. Ahora deseaba llegar al fondo de
aquello.



4

Afortunadamente, no le tocaron niños cerca. Incluso ahí, volando ya lejos de territorio inglés, en la cabina presurizada de clase turística del avión, Mara se siente todavía en guerra. Grendel la había ubicado, pero al parecer no iba a tomar mayores represalias contra ella. Vio por unos minutos a la bestia alada surcando el cielo al lado del avión, con prestos movimientos pensados para infundirle terror. Pero, llegados hasta cierto punto, Grendel se tuvo que volver atrás. Un príncipe jamás abandona su Marca: se suponía que Dios no le daba "permiso": esa era la explicación que le habían dado una vez. 

"Basta. Tienes que relajarte para no ver cosas"

Se acomodó en el asiento, al lado de la ventanilla. Sus botas militares reposaban en un soporte que pendía del asiento delantero. Estaban cubiertas de polvo, y la suela empezaba a despegarse.Grumos de pegamento seco se estaban desprendiendo, y pronto la suela parecería la lengua de un perro acalorado; mientras no se viera mucho el calcetín, estaba bien para ella. 

En la semipenumbra del interior del avión, con la compañía monótona y suave de los motores y el chirreo discreto de audífonos que aislaban al resto de los pasajeros de la realidad, pensó que no tardaría en quedarse dormida. Quería quedarse dormida. El guapo rostro de Adán Velázquez volvía a su mente de vez en cuando, aunque eso era frecuente y no le molestaba de forma particularmente aguda. Pero estaban, entre otros azotes de índole sustancialmente más complicada, los malditos dolores. Los omnipresentes dolores del cuerpo, aquellos dolores tibios en los músculos que a veces le forzaban a caminar como una anciana por las tardes, cuando se sentía agobiada por el cansancio físico y emocional de la jornada. 

Sus pensamientos se centraron en la llamada que había recibido poco antes de entrar al avión, y sintió un estremecimiento de ira y desprecio.
Jorge del Canto, alias Boethós, era el mandamás del Cuerpo en Santiago. Mientras esperaba en la fila para abordar el vuelo, le había llamado al celular, cuyo timbre le sobresaltó ya que no había sonado desde que ella dejara Santiago.
- "¿Asiria?" - Sintió la voz del gordo, gangosa y grave.
- No - respondió Mara, con brusquedad.
- Mara - repuso el otro, con una pequeña inflexión de la voz que denotaba vacilación y a la vez impaciencia.
- Qué quieres -
- Asiria. Ese es tu nombre clave -
- A la mierda. Me llamo Mara -
El hombre pareció suspirar al otro lado e la línea.
- Quiero decirte que hiciste un muy buen trabajo. Ya nos enteramos de todo. Dicen que fue asombroso, que nunca habían visto algo así. Eres una estrella mundial, flaca -
- Quiero que me pagues más. Cobré muy poco, ¿sabes? Había un demonio mayor ahí. Por un momento creí que no sobreviviría.-
Mara se imaginaba al hombre despotricando sin emitir sonido, con el teléfono en la mano, gesticulando al aire enérgicamente. Imaginaba su gordura, su tez rubicunda en el calor de la oficina, y unas gotas de sudor saliendo de su frente y sus patillas, corriendo mejilla abajo. Debía tener la corbata torcida y la camisa arrugada y afuera de los pantalones. Todo el debía ser un gran foco de grasas y olores corporales, con un órgano emisor de sonidos que hacía temblar su papada en cada palabra.
- Mara, ya habíamos acordado el pago - repuso Boethós, con tono fastidiado -ya te adelanté un cheque por cuatroscientos mil-.
- Si, pero surgieron problemas inesperados. Quiero dos millones más gastos -
- Es una locura -
- ¿Te parece una locura, cabronazo? ¿Arriesgar la vida, perder la salud, dejarlo todo, por un trabajo que...
- ¿Y qué dejas? De todos modos tu no tienes vida.
Hubo una pausa incómoda. Ella acusó el golpe. El hombre prefirió proseguir rápidamente.
- Mira, Asiria...digo Mara, mira, sé razonable. No puedo pagarte eso. El Capítulo casi no tiene recursos, los sueldos se atrasan, y este lugar se cae a pedazos. Tenemos tres asesores a tiempo completo a los que cada mes les quedamos debiendo dinero....los mecenas son cada vez menos. La mitad de todos los recursos son puestos por Dereck...
- También a mí me debes dinero. Apenas me alcanza para comer algunos meses -
- Lo sé, lo sé. Pero tenemos muy pocos mecenas, tu lo sabes. Como te decía, Nimrod, o sea Dereck Toro, es el que carga con la mitad de los gastos del Capítulo de Santiago. No de una zona, sino de las tres: Oriente, Centro y Poniente.
- Me ofrecieron integrarme al Capítulo de Londres, ¿sabes?
Hubo un silencio incómodo otra vez.
- ¿Quién te lo ofreció? - preguntó el Secretario General, después de una pausa en que claramente había estado sopesando si era verdad o mentira.
- Alguien que antes trabajaba allá, en Chile, y ahora vive en Inglaterra, precisamente. ¿Sabías que acá hay sesenta asesores sólo para la ciudad de Londres? ¿Sabías que su sueldo promedio es de dos mil quinientos euros mensuales? Sin considerar los pagos por misión...
- Su realidad es muy distinta a la de nosotros. Los Guerreros de la Luz del Reino Unido y de Europa en general han acumulado riqueza desde mucho antes de la Era Cristiana, y además aprovecharon por mucho tiempo los recursos de sus colonias. Por eso ya pueden mantener a sus países en mejor situación frente a las fuerzas desintegradoras que mueven la historia por debajo.

Silencio. El de él, esperando que ella prosiguiera con alguna mordacidad, aunque quizá también sospechaba que a ella no se le ocurriría nada: la rabia no la dejaría pensar.  Por otra parte, la joven sabía que si todo funcionaba mejor en Europa, Norteamérica y algunas partes de Asia y Oceanía era por muchas más razones que las que estaba dando su jefe. En su mediocridad, pereza e incluso quizás falta de honestidad los miembros del capítulo, los mecenas, ella misma, todos, estaban debilitando la organización. "No es mi responsabilidad" , se dijo.

El silencio duró más de la cuenta. Entonces prosiguió Boethos, en términos conciliadores:

- Vamos Mara. Sabes perfectamente que no puedes irte. Dios te puso en Santiago por una razón...¿recuerdas lo que sucedió la última vez que intentaste huír? Andabas como un animalito por las calles...¿quieres terminar en el psiquiátrico como esa vez? ¿O acaso ya no quieres saber qué pasó con tu familia? ¿Ya no quieres vengarte? 
- Eres un gordo maldito, desgraciado, ignorante, y lo único que tengo para ti y para todos lo miembros del Capítulo, es desprecio. 
- Pasa por aquí por tu cheque apenas llegues, o cuando quieras, Asiria - repuso Boethós, remarcando antipáticamente las vocales del nombre "Asiria".
- Aprende a hacer transferencias bancarias - repuso ella temblando de furia, y colgó. Guardó el celular junto a la caja de los cigarrillos. Casi había llegado el momento de subir al avión, y le era indispensable fumar por última vez, pero no se podía, así que reemplazaba la nicotina por temblores corporales y piernas inquietas. 
"Al fin y al cabo, ¿qué me importa a mí que El Capítulo se vaya a la mierda, con todo el país, si nadie hace nada? Las ganas de ser heroína se me quitaron hace tiempo. Yo solo quiero sobrevivir y largarme. Tengo que pensar en mi misma, por Dios, tengo 30 años, estoy sola, enferma, pobre y no he hecho nada que valga la pena, nada que realmente desee hacer."

Se miró en un ventana, como buscando en su imagen la respuesta a la pregunta que se le había presentado:¿había algo en el mundo que ella realmente deseara hacer? . Su reflejo era casi el de una adolescente, al menos en lo tocante al cuerpo, del cuello hacia abajo. Nadie jamás pensaría que había nacido en 1984, nadie pensaría que tenía más de 25, incluso siendo generoso en la edad. Su corta estatura, su delgadez, su ropa de concierto de rock, sus argollas, lo plano de su pecho y sus curvas tan discretas no contribuían a hacerla sentir adulta, o a reconciliarla consigo misma. Quizá lo único que le gustaba de sí misma era el rostro, elegante y suave, poseedor de una piel de gran calidad, de ojos cafés levemente alargados, perfectamente adecuado para una modelo de cosméticos. Pero ahora ese rostro estaba demasiado cadavérico, los ojos demasiado ojerosos, los labios muy resecos y la negra melena, arreglada a tirones usando los dedos como cepillo, aparecía casi apelmazada, muerta, sin brillo. Y su argolla y su piercing le hacían sentir aún más adolescente.

Mientras se acomodaba, sintiéndose algo sofocada por la pérdida de aire fresco y la sensación siempre algo claustrofóbica del interior de la aeronave, se le vino a la mente el suceso de aquella tarde. El lindo de Adán Velázquez, la pelea en la plaza, cómo la habían dejado huir sin más, y muy en especial, lo que le había dicho el viejo guerrero de la luz en la azotea. Ese viejo que, en realidad, era tan oscuro y estaba tan destruido como ella.

Primero que nada, le había ofrecido trabajo en el Capítulo de Londres del Cuerpo. Era verdad. Pero las intenciones del viejo iban más allá. La invitación había sido a usar los poderes para robar bancos, tiendas, cosas así, y solucionar de una vez los problemas económicos. Mara no estaba interesada. Realmente nunca había sido ambiciosa de mucho dinero, siendo de ese escaso tipo de mujer casi ascética en sus gastos personales, que usaba la misma pieza de ropa hasta que se hacía pedazos y que comía tallarines o arroz casi todos los días, excepto cuando se le antojaba pizza. Además, no tenía muy claro hasta qué punto era posible hacerle jugarretas al Vejete Cósmico. Por mucho tiempo Mara había pensado que Dios lo sabía todo. Pero desde hacía un tiempo se había convencido de que esto era una vulgar mentira religiosa para mantener el temor hacia las consecuencias de hacer cualquier cosa por iniciativa propia, y para que todos se plegaran con mayor facilidad a los deseos del poder establecido.

Se arrellanó en el asiento acolchado, y subió los pies. El pasajero que iba al lado, un hombre de barriga considerable y de calva brillante, con rostro bonachón alargado por una barba cuidadosamente recortada en forma de candado, la miró con desagrado. Pero ella le devolvió la mirada y al parecer lo dejó sin ganas de dirigirle la palabra.

Afortunadamente, Mara había logrado relajarse para no ver nada más de que cualquier persona vería en aquél avión.

El calvo había sacado una laptop y tecleaba con suavidad. La joven lo miró de reojo. Había algo en él, o cerca de él, que la estaba inquietando, pero no lo sentía con claridad.Algo así como unas presencias en forma de torbellino.

"Estoy descansando, demonios, no puedo vivir ayudando a todo el mundo"
 se dijo, y trató de distraerse mirando por la ventanilla. Lamentablemente no había mucho que mirar, ni siquiera nubes. Solo una sólida expansión de cielo puro, que el avión parecía atravesar a ritmo casi melancólico. El sonido de los motores era arrullador, suave y cálido como el ronroneo de un gato

Y soñó.

Soñó que se encontraba en una especie de cerro en una noche lluviosa. El ambiente era tenso, sombrío, opresivo para ella. La sensación era como de que algo definitivo, el fin de todas las cosas quizá, se estaba desarrollando ahí. Frente a ella había muchas sombras oscuras de personas que parecían estar esperando una decisión de alguien para lanzarse al ataque...¿Esperaban una decisión de ella, o de alguien más importante? . Un hombre gigantesco frente a ella la observaba con ojos refulgentes, pero la oscuridad le impedía ver bien sus facciones. Mara supo que ese hombre y los que estaban tras él le querían hacer daño. Ese no debía ser su bando.

Era el cerro San Cristóbal, en lo alto, desde donde se ve gran parte de la ciudad. La joven miraba a su alrededor, y veía un extraño resplandor rojizo acompañado de desacostumbrados y retumbantes truenos y estampidos en la atmósfera. Se aproximó al borde del mirador. La ciudad de Santiago entera parece haber explotado en llamas. Hay destellos eléctricos e incendios por doquier en medio de la lluvia y el viento.La sensación es de un vacío y de un miedo frente a un terror superior, ante un poder frente al cual los seres humanos sólo pueden huir y reptar como cucarachas. El cielo es negro y la lluvia es fría. Se ven resplandores extraños que Mara no es capaz de identificar, que se elevan por el espacio con múltiples detonaciones. Ladridos atronadores de perros que suben la montaña en manada. Parece que se han congregado todos los perros, y otros animales, en la falda del cerro.  Allá abajo pueden verse sus ojos brillantes, miles de pares. Arriba, hay aves de carroña girando en círculos, volando muy bajo, apenas visibles en la oscuridad. Han sido convocadas a un festín en que se saciarán de carne y sangre.

Mara da media vuelta. El sueño es muy lúcido, y ella puede intentar captar detalles, pero estos parecen debilitarse cuando intenta fijarlos en la memoria. Donde debería estar la Virgen sólo está la mitad de abajo de la estatua, que se ha quebrado. Hay algo más, pero no puede distinguirlo con claridad. Una especie de estructura enorme que emite algún tipo de energía, de tal naturaleza, que Mara no puede ni siquiera mirarla. Lo intenta, pero la estructura, que domina el cerro, se vuelve inmediatamente nebulosa cuando ella trata de entender o retener sus características.

Un olor muy extraño,  seco y desagradable penetra todo el ambiente sobre la ciudad a pesar del viento. Hay basura en el suelo, hay basura en la falda del cerro, que se acumula como pirámides. Los perros reptan entre ellas. Algunos montones arden sin que la lluvia pueda apagarlos. Mara ve, gracias al resplandor de estos fuegos, que los montones que se ven por todos lados no son sólo de basura, sino también de cadáveres humanos ardiendo. Deben ser cientos.

Se escucha multitud de explosiones, y Mara ve algo que le parece relámpagos o pirotecnia. El cielo es atravesado por muchas luces ininteligibles, y pueden verse sombras de grandes bandadas de aves, iluminadas momentáneamente por las tinieblas hechas fuegos. Fuegos de artificio, eso parecen, pero no son coloridos. Tienen el color del fierro fundido. Ráfagas se este fuego se elevan por doquier desde la tierra. De distintos puntos de la ciudad surgen constantes llamaradas y explosiones que hacen temblar la tierra bajo sus pies. 

Entonces ve, a sus espaldas a los suyos, y siente un momentáneo pero grande alivio. Allí hay gente que ella conoce bien, que es capaz de ayudarla.  Hay un hombre pequeño y mayor del que emana un gran poder, con el cuerpo rodeado de luz.  Intenta reconocerlo, siente una nostalgia, un dolor del pasado, pero la figura se funde con el medio. Está Adán Velázquez, que la mira como esperando que ella tome una decisión. Atrás de ella, justo bajo la luz de un foco, hay una joven delgada y rubia, de rostro compungido, que Mara no conoce, pero de la que también emana una fuerte luz, de esa que había antes de que el sol, de que cualquier sol, existiera. Hay muchos más, casi tantos como las sombras negras que tienen que enfrentar para salvar sus vidas. También entre los suyos puede distinguir a Boethós, a los asesores del Capítulo. Su presencia allí es un alivio, pero la sensación de soledad, de responsabilidad y de apocalipsis seguía allí. Se da cuanta de que ellos deben enfrentar a las sombras oscuras que se yerguen delante no solo para salvarse, sino para salvar lo que queda del mundo.  Son como dos facciones que se enfrentarán definitivamente, y ella está en primera línea por alguna razón. Un conflicto de milenios está a punto de dar un paso definitivo, allí, ante ella, gracias a Logos. Y Mara escuchó una voz aterradora que decía simplemente "Se ha acabado el tiempo, y ¿dónde estás tu? ".

- ¡Llamen a un médico! ¿usted es doctor? ¡Que alguien lo ayude! - Las voces fueron sacando poco a poco a Mara de su sueño inquieto, mientras en su cabeza retumbaba la frase.

"Se ha acabado el tiempo, y ¿Dónde estás tu? ¿Tienes miedo?"  Además, no podía parar de preguntarse quién o qué era Logos, una palabra que recordaba con diáfana claridad del sueño que acababa de atormentarla.

Había un grupo de personas en el pasillo del avión. Mara tuvo que apretarse contra el asiento, ya que todos querían acercarse. El gordito del laptop estaba tendido. Un hombre alto y canoso se abrió paso anunciándose como médico de emergencias. Mara no veía bien todo lo que ocurría, pero no era necesario ver mucho: estaban tratando de reanimarlo.

"Ay no, voy a empezar a verlo. Odio cuando pasa eso". Se dijo la joven, y se dispuso a mirar por la ventana. Pero no pudo evitar volver la vista una vez más hacia el ajetreo que armaban todos, tal vez por simple morbo, o quizás, porque el sueño que ha tenido la ha dejado en estado de alerta.  Tiene la sensación de que algo está empezando a suceder, no sólo ahí, en el avión, sino a una escala muchísimo más grande.

Vio entonces al espíritu del gordito elevándose sobre su cuerpo, y sintió como la oscuridad envolvía a esa alma confundida "No es mi responsabilidad, estoy descansando, no puedo hacer nada" se repetía ella, sintiendo que se mentía. El fantasma del hombre parecía aterrado. Miraba hacia todos lados, observaba su cuerpo fláccido y sin vida mientras el torbellino negro lo envolvía para llevárselo al lugar de donde no se regresa, donde se debe dejar toda esperanza.  Entonces fue cuando el espíritu miró a Mara con ojos suplicantes...y movió los labios sin emitir sonido, justo un instante antes de desaparecer: 

"¿Por qué le revelaste las palabras secretas a Adán? Estás al borde de la oscuridad, otra vez.

Mara sintió un frío que le recorría desde la cadera hasta la altura de los omóplatos.

"Maldición. El Vejete Cósmico si me estaba vigilando". 

martes, 2 de febrero de 2016

3


Sentía el orgullo herido por haber sido despachado de forma tan intempestiva, sin preámbulos, sin si quiera una mirada que fuera promesa de un posible reencuentro futuro. No volvió la vista por un solo instante mientras salía de la plaza. Llevaba la memoria flash firmemente aprisionada en la mano derecha, como si se estuviera aferrando a una rama que impedía su mortal caída en la oscuridad de un precipicio. 

“Si podemos hacer algo para mejorar a la humanidad, ¿por qué no hacerlo?" La oscuridad de la noche parecía amplificar en él la sensación de estar obligado a justificar algo que sentía como injustificable. Era como si la oscuridad de adentro se sintiera atraída hacia la de afuera, o hacia una oscuridad más profunda, casi lujuriosa. Pero, ¿ante quién? ¿Ante sí mismo? ¿Había por ventura tenido él problemas consigo mismo alguna vez? 

Caminaba cada vez más rápido. Tenía ganas de tomar un café en aquél Costa Coffee que había visto al venir, y que ahora se le representaba en la mente como lleno de saludable luz. La oscuridad en que las calles se sumían le estaba incomodando. Pasó en dirección opuesta una rubia al trote con un pequeño perro de raza, que le ladró, más juguetona que agresivamente, como si por su naturaleza perruna tuviera que cumplir con el ritual del ladrido . Se sobresaltó un poco.

“¿Por qué me siento nervioso? No es nada malo lo que hago. Lamento no haber podido pedirle su opinión ”

Necesitaba algo que le asentara el estómago:podía ser un rico croissant con un buen mocaccino caliente. Eso sería ideal. En la acera opuesta, justo frente a la puerta de la escuela de idiomas St. Giles International, un gran perro negro le observaba fijamente, como sosteniéndole la mirada, con la rosada lengua afuera y las orejas hacia el cielo. Era como si se estuviera asegurando de que Adán respetara el semáforo de Russell Squere y Southampton Row. 

“Es raro ver un perro sin dueño en Bloomsbury” se dijo mientras cruzaba, justo a tiempo para hacer un gesto y evitar a una paloma que pasó aleteando fuertemente frente a su cara. 

Unos jóvenes le quedaron mirando por más del tiempo que era decente mirar a un desconocido en la calle. Se sintió mal por haber sido sobresaltado por aquellos inmundos bichos con alas. A su mente acudió un chorro de pensamientos dispersos, incontrolables al nivel de la náusea. Desde tiempos inmemoriales, quizá desde Don Pelayo, aquél noble espatario español que combatió al moro, los Velázquez se habían caracterizado por su aristocrática gravedad e imperturbabilidad.

Esas eran las historias que le contaban su padre y su abuelo en el comedor, en la gran mesa de caoba, con los estómagos reventando de tanto comer los domingos por la tarde. Eran las historias a las que las mujeres de la familia daban aparente aceptación con una sonrisa, pero a las que nunca agregaban detalle. 

¿O no era al moro a quien había combatido Pelayo?...¡Qué cansancio mental! Sentía como un coro de voces procurando su atención; y eso que la historia y la genealogía  no eran para Adán más que una colección de datos no muy digna de estudiarse, salvo desde un punto de vista económico. La cosa es que era un linaje señorial: de ahí debía venir su disgusto por cualquier suceso que le sacara de su actitud reposada. "Gravedad", le llamaban. 

Su mente no paraba mientras caminaba. Discurría que habían sido grandes en España, y ahora eran grandes en Latinoamérica. Y la clave de la grandeza de carácter para gente como él estaba en siempre dar la impresión de tener todo bajo control, aunque de hecho, todo estuviera fuera de control. Se sabía más alto, más guapo, más listo y de mejor familia que casi cualquier latinoamericano, e incluso más que casi cualquier inglés. Sólo había que agregar a ello el perfecto aplomo del aristócrata. La imagen es todo. "Como dijo alguien, el medio es el mensaje....o algo así"

Entonces recordó que nunca había visto palomas en Bloomsbury. También notó que ya no había viento.

“No me siento del todo bien” – se repitió, estirando los pasos por Southampton Row. Le parecía que el trayecto era muy largo, más que el de venida. Su pensamiento estaba tan acelerado que estaba un poco mareado, y su cuerpo estaba extrañamente abúlico, pesado, tenso. Los bocinazos y las luces le molestaban casi como flashes directos en los ojos y oídos, más que de costumbre. Sentía que quería cerrar los ojos en la oscuridad de su cuarto de hotel.

Mala cosa. Nunca se había sentido así. Era como estar rodeado por un manto negro que alguien le hubiera echado sobre los hombros y la cabeza sin siquiera preguntarle. 

Pero un gemido de sus tripas le recordó el hambre que sentía, y que llevaba mucho tiempo sin comer nada. Iría por ese mocaccino de todas maneras. No podía dejarse dominar. Y ahí, en el Costa Coffee estaría a salvo de esas ratas con alas que tanto le desagradaban.
Sus pensamientos frenéticos hicieron un extraño bucle: «Si ella no quiere hablarme, yo no tengo motivos para volver a hablar con ella» - se dijo con torva frialdad.

Trató de salir de su propio interior, y miró la calle, los altos edificios que en esa parte parecían tener demasiados pisos para su antigüedad y para la anchura de sus fachadas, pegadas unas a otras. Le gustaba la arquitectura victoriana que se alzaba en la vereda de enfrente. Se dijo que en  Chile sólo podían encontrarse casi exclusivamente edificios de inspiración neoclásica, o a lo más de un estilo que recordaba someramente el art decó. 

Pero lo que primaba allí era sólo regularidad y ritmo en la composición de las fachadas, pensó. Nada de audaces formas salientes y entrantes, nada de fluidez y movilidad de las formas fundentes con el medio. Pocos aditamentos de la Belle Epoque.

«Gaudí hubiera muerto de aburrimiento. »

“¿Fusión con el entorno, o dominio y orden?” – Volvió a pensar en Hansen, el profesor del M.I.T que había sido galardonado con el Nobel. Decía que la irracionalidad propia de los agentes económicos hacía que no se pudiera predecir ciertos índices bursátiles en el largo plazo. Y algo similar ocurría para las estructuras de deuda.

"Irracionalidad es igual a caos. Pero la mano ha evolucionado para poner orden" . Él tenía la esperanza de propiciar ese orden, y para eso estaba el Proyecto Logos. 

Cruzó a mitad de cuadra y entró en el pequeño café de letrero rojo que conocía bien.

La luz más directa le hizo parpadear un poco. No era un lugar especialmente agradable. Era discreto, y algo desordenado, aunque limpio. Pero no planeaba quedarse mucho tiempo.

Le gustaba la idea de que estaba premiando el buen trabajo con su demanda de bienes y servicios. Le había gustado el croissant consumido hacía meses en compañía de Francine y su conversación inteligente. Entonces había sido cuando todo había empezado, cuando por primera vez le habían hablado de Logos, un revolucionario invento con el asombroso potencial de cambiar al mundo. 

Pero pensar en ella era ahora un desperdicio neuronal, se dijo. Una falta de criterio y una falencia de dignidad personal. Si ella no tenía interés, él definitivamente mucho menos lo tenía. 

Se sentó en una mesa para uno, cerca de la entrada, y la amable mesera con aspecto de estudiante aislada, de esas que no se atreven a desnudarse frente a otras chicas, tomó su orden. Esa impresión se fijó de inmediato en el cerebro del joven Era una rubia un tanto regordeta que Adán clasificó inmediatamente muy por abajo de sí mismo, como a esa muchacha con la que no había querido bailar en aquella fiesta, y de la que todos se habían reído cuando volvió, roja como un tomate, a su asiento. Cosas de niños. Cosas lejanas en las que llevaba años sin pensar.
Le sonrió, conocedor del efecto que eso causaba en la mayoría de las mujeres.

Miró a su alrededor, y se pasó las manos por la cara, tratando de despejar su mente y detener aquel agotador diálogo interno, tan intenso, que realmente amenazaba con hacerle colapsar.

Quizás sus temores se estaban haciendo realidad y las drogas estaban perdiendo su eficacia. Su corazón se aceleró y se pasó la mano por la cara. Al hacerlo, sintió la dureza de la argolla de compromiso que llevaba en el dedo anular de la mano derecha casi haciéndole daño en la mejilla.

Se quitó la argolla con enojo y la guardó en el bolsillo del abrigo, donde también había guardado la memoria flash con el código ejecutable del Proyecto Logos. Volvió a tratar de concentrarse en las cosas que lo rodeaban, en los colores, en los ruidos de cafetería, en el atenuado sonido del tráfico.

En la mesa contigua había tres hombres y una mujer con aspecto de estudiantes, sentados con descarado desorden. Todos los hombres eran barbados, desgreñados y de lentes con grueso marco de carey. Llevaban jeans de esos que parecen sucios y rotos por moda. La mujer llevaba velo, y tenía un rostro agradable de Oriente Medio.

A Adán Velázquez le llamó la atención su conversación: hablaban de ópera. Intentó seguir el hilo. Todo era mejor que seguir excavando en el fango de su memoria sin poder parar. 

El de barba más nutrida y apretados rulos negros parecía estar expresando su opinión sobre la última ópera que había visto. Los otros asentían en silencio. Había un laptop sobre la mesa, y en la pantalla Adán alcanzó a ver algo así como un cerebro psicodélicamente coloreado.

El economista se consideraba, desde luego, un excelente conocedor de la música clásica. Sus pensamientos habían saltado, como guiados por una verdadera mano invisible, a un tipo de ópera más grandioso, más productivo, heroico y orgulloso. La ópera de Wagner. La ópera alemana le parecía la más grandiosa.

Al otro lado, cerca de la entrada, había un joven de barba, con suspensores, que se afanaba sobre una máquina de escribir. “Existen los laptop, ¿sabes? Esto es 2014.”. Pensó. Tenía un libro viejo sobre la mesa. Alcanzó a ver la portada. “Fausto” decía una palabra en el título.

- Su café y su croassant, señor– le dijo la mesera rubia de curvas generosas, depositando los manjares en la mesa. -¿No desea que le guarde el abrigo? Aquí no hace frío.

Pero Adán no la miró. Estaba mirando fijamente hacia la calle.

Allí, en la acera de enfrente, estaba el perro negro. Mirándolo fijamente con ojos brillantes. Demasiado brillantes y demasiado fijos.

“¿Desea algo más, señor? “ – insistió la mesera, paciente, jugueteando con la refulgente bandeja. Se golpeaba las rodillas como una niña con una muñeca de trapo entre las manos.

- No, nada más – respondió Adán con el ceño fruncido. Estaba impaciente. – Dime una cosa, ¿habías visto a ese perro antes por aquí?

- ¿Cuál perro?

- El perro negro que está allí – repuso él apuntando hacia afuera.

- Ah. ¿ese? No, no lo había visto nunca. ..¿quiere que lo eche?

El no respondió. La mesera se encogió de hombros y se retiró.

“Es seguramente nerviosismo debido a todo esto” – se dijo, y procedió a probar el café. El croissant estaba muy bueno, húmedo, en su punto. Podía sentir el pendrive en el bolsillo interior del abrigo, y. no pensaba perderle de vista.

“La ópera es sin duda, junto con el museo, la mayor expresión del lenguaje de castas “– seguía el hipster intelectual de la otra mesa. A Adán le parecía que hablaba en voz deliberadamente alta para que todos le oyeran. Como un fumador que molesta a todos, convencido de que todos los demás sienten lo mismo que él.

Afortunadamente ahí no se podía fumar.  -“Hay que tener una educación muy especial y un oído muy fino para entender y disfrutar la ópera”- escuchó.

La mujer dijo algo que a Adán le pareció despectivo. Algo así como que el arte realmente democrático tenía que ser entendido por todos. Algo acerca del teatro popular y Shakespeare. Pero Adán no pudo hilar la idea. Estaba seguro de haber visto algo definitivamente extraño en el perro.

El can se había levantado y se movía muy lentamente, acercándose a la acera. Por entre los vehículos y la gente que se movía, Velázquez había visto que sus patas dejaban marcas encendidas en el pavimento, como ascuas, como carbunclos recién sacados de las brasas.

“Desde luego mis ojos me engañaron” – se dijo. Pero no podía dejar de mirar. Se había quedado con la tasa en la mano, a medio camino entre el platillo y los labios. Lentamente a volvió a colocar en su lugar.

Ahora el perro le miraba desde la ventana misma, casi con el hocico pegado al cristal.

Parecía haber crecido. No sacaba la lengua ni hacía gesto alguno, solo le miraba como esperándolo. Su aliento empañaba el cristal que separaba el interior iluminado de la calle tenebrosa . Y se sentían lejanos aleteos en el exterior de la cafetería.

El joven de la máquina de escribir dejó repentinamente de aporrear las teclas. Alguien dijo algo sobre palomas.No podía haber error. Las pisadas del can habían quedado marcadas perpendicularmente a la cuneta, en fila desde la otra acera, y ardían como piedras incandescentes recién salidas de un volcán. Eran manchas de color amarillo y anaranjado que se apagaban lentamente en la negrura de la noche.

Sólo se interrumpían cuando un pasaba un peatón. O cuando un vehículo o un bus de dos
pisos les pasaban por encima.

- ¿Qué pasa? Dijo la mesera en voz alta pero para sí misma, dirigiéndose a la entrada. Ella también había sentido a las aves.

La conversación y el tecleo de la máquina de escribir se habían reanudado poco a poco. La
mesera volvió al interior sin novedades. Adán quitó la vista de la ventana, y la puso sobre el espumante café. Le temblaban las manos.

Nuevamente pensó. Pensó en una broma televisiva. Pensó en un tumor cerebral. Pensó en alucinógenos. En conspiraciones. En aquello de una “guerra” que había mencionado Francine. Pensó en el dispositivo que tenía en el bolsillo, y solo entonces el corazón le empezó a latir aceleradamente.

Sentía la mente más embotada que antes. Le pareció que el hispter melómano decía a sus amigos algo así como «Ni Boris Gudunov, ni Raskolnikov , ni Napoleón escucharon a Erasmo, sino a Maquiavelo.» El imbécil hablaba cada vez más fuerte, y su voz era como navajas en el cerebro del chileno. La conversación había pasado de ópera a política.

«“¿De qué habla ese ignorante, mezclando personajes reales con ficticios? Ahora todos son expertos en ópera e historia. Sólo por llevar pantalones sucios.» Sintió que el populacho no debía hablar de lo que no podía entender, aunque estudiara medicina.

¿Se atrevería a mirar de nuevo a las tinieblas de afuera?

—¿Se siente bien? — escuchó que la voz de la mesera le decía muy cerca. Se sobresaltó, y por poco grita. Ella lo miraba con una expresión que le parecía molesta y estúpida. Le dirigió una mirada tal, que la joven alzó las cejas y dio media vuelta.

Entonces sin querer miró hacia la ventana otra vez. Ya no había perro. Había una figura humana. Estaba escribiendo algo sobre el cristal empañado, y miraba fijamente a Adán
mientras lo hacía. Este dejó escapar el croassant de su mano, y se puso de pie de un golpe.

¿Qué decía allí?

Tuvo que forzar la vista por varios segundos. Pero era ridículo; todo aquello era absurdo.

¿Qué era lo que decía? No lo comprendía. Parecían caracteres árabes, o hebreos tal vez.

La máquina de escribir se había detenido otra vez.

Con una mezcla de temor y rabia, Velásquez sacó una generosa cantidad de dinero en efectivo del bolsillo del abrigo y lo dejó de un golpe sobre la mesa. Era más de lo necesario, pero debía salir de allí en ese mismo instante.
Además, al levantarse de un golpe había volcado el café sobre la mesa, y todos le miraban.

Ya había perdido el apetito de todos modos.

Caminó rápidamente hacia la salida, con una mano en el bolsillo cuidado el dispositivo USB. Al acercarse a la puerta, pudo apreciar mejor la escritura y su autora. Era una chica flaca, pequeña y aparentemente muy joven, vestida de negro de pies a cabeza, con argollas en la nariz y en la ceja derecha, una melena azabache y rostro cadavérico y desteñido. La escritura sin duda no usaba el alfabeto acostumbrado.

Abrió la mampara y salió para increparla. Se sentía bastante alterado. El frío de la calle le golpeó como si abriera la puerta de un refrigerador y metiera la cabeza. Pero antes de que pudiera ser completamente consciente de ello, supo que ahí solamente había un gran perro negro que le miraba con cara estúpida y la lengua afuera.. 

Nada de brasas encendidas. Nada de huellas refulgentes en el pavimento. Ninguna mano humana escribiendo en la humedad condensada en el vidrio, a menos que fuera una mano invisible.