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Sentía el orgullo
herido por haber sido despachado de forma tan intempestiva, sin preámbulos, sin si quiera una mirada que fuera promesa de un posible reencuentro futuro. No volvió
la vista por un solo instante mientras salía de la plaza. Llevaba la memoria flash firmemente
aprisionada en la mano derecha, como si se estuviera aferrando a una
rama que impedía su mortal caída en la oscuridad de un precipicio.
“Si podemos hacer
algo para mejorar a la humanidad, ¿por qué no hacerlo?" La oscuridad de la noche parecía amplificar en él la sensación de estar obligado a justificar algo que sentía como injustificable. Era como si la oscuridad de adentro se sintiera atraída hacia la de afuera, o hacia una oscuridad más profunda, casi lujuriosa. Pero, ¿ante quién? ¿Ante sí mismo? ¿Había por ventura tenido él problemas consigo mismo alguna vez?
Caminaba cada vez
más rápido. Tenía ganas de tomar un café en aquél Costa Coffee
que había visto al venir, y que ahora se le representaba en la
mente como lleno de saludable luz. La oscuridad en que las calles se sumían le estaba
incomodando. Pasó en dirección opuesta una rubia al trote con un pequeño perro de raza,
que le ladró, más juguetona que agresivamente, como si por su naturaleza perruna tuviera que cumplir con el ritual del ladrido . Se sobresaltó un
poco.
“¿Por qué me
siento nervioso? No es nada malo lo que hago. Lamento no haber podido
pedirle su opinión ”
Necesitaba algo que
le asentara el estómago:podía ser un rico croissant con un buen mocaccino caliente. Eso sería ideal. En la acera opuesta, justo frente a la puerta de la
escuela de idiomas St. Giles International, un gran perro negro le observaba fijamente, como sosteniéndole la mirada, con la rosada lengua afuera y las orejas hacia el cielo. Era como si se estuviera asegurando de que Adán respetara el semáforo de Russell Squere y Southampton Row.
“Es raro ver un
perro sin dueño en Bloomsbury” se dijo mientras cruzaba, justo a tiempo para hacer
un gesto y evitar a una paloma que pasó aleteando fuertemente frente
a su cara.
Unos jóvenes le
quedaron mirando por más del tiempo que era decente mirar a un desconocido en la calle. Se sintió mal por haber
sido sobresaltado por aquellos inmundos bichos con alas. A su mente acudió un chorro de pensamientos dispersos, incontrolables al nivel de la náusea. Desde tiempos inmemoriales, quizá desde Don Pelayo, aquél noble espatario
español que combatió al moro, los Velázquez se habían
caracterizado por su aristocrática gravedad e imperturbabilidad.
Esas eran las historias que le contaban su padre y su abuelo en el comedor, en la gran mesa de caoba, con los estómagos reventando de tanto comer los domingos por la tarde. Eran las historias a las que las mujeres de la familia daban aparente aceptación con una sonrisa, pero a las que nunca agregaban detalle.
Esas eran las historias que le contaban su padre y su abuelo en el comedor, en la gran mesa de caoba, con los estómagos reventando de tanto comer los domingos por la tarde. Eran las historias a las que las mujeres de la familia daban aparente aceptación con una sonrisa, pero a las que nunca agregaban detalle.
¿O no era al moro a
quien había combatido Pelayo?...¡Qué cansancio mental! Sentía como un coro de voces procurando su atención; y eso que la historia y la genealogía no eran para Adán más que una colección de datos no muy digna de
estudiarse, salvo desde un punto de vista económico. La cosa es que era un
linaje señorial: de ahí debía venir su
disgusto por cualquier suceso que le sacara de su actitud reposada. "Gravedad", le llamaban.
Su mente no paraba mientras caminaba. Discurría que habían sido grandes
en España, y ahora eran grandes en Latinoamérica. Y la clave de la
grandeza de carácter para gente como él estaba en siempre dar la
impresión de tener todo bajo control, aunque de hecho, todo estuviera fuera de control. Se sabía más alto, más
guapo, más listo y de mejor familia que casi cualquier
latinoamericano, e incluso más que casi cualquier inglés. Sólo
había que agregar a ello el perfecto aplomo del aristócrata. La imagen es todo. "Como dijo alguien, el medio es el mensaje....o algo así"
Entonces recordó que nunca había visto palomas en Bloomsbury. También notó que ya no había viento.
Entonces recordó que nunca había visto palomas en Bloomsbury. También notó que ya no había viento.
“No me siento del
todo bien” – se repitió, estirando los pasos por Southampton
Row. Le parecía que el trayecto era muy largo, más que el de
venida. Su pensamiento estaba tan acelerado que estaba un poco mareado, y su cuerpo estaba extrañamente abúlico, pesado, tenso. Los bocinazos y las luces le
molestaban casi como flashes directos en los ojos y oídos, más que
de costumbre. Sentía que quería cerrar los ojos en la oscuridad de
su cuarto de hotel.
Mala cosa. Nunca se había sentido así. Era como estar rodeado por un manto negro que alguien le hubiera echado sobre los hombros y la cabeza sin siquiera preguntarle.
Mala cosa. Nunca se había sentido así. Era como estar rodeado por un manto negro que alguien le hubiera echado sobre los hombros y la cabeza sin siquiera preguntarle.
Pero un gemido de sus tripas le recordó el hambre que sentía, y que llevaba mucho tiempo sin comer nada.
Iría por ese mocaccino de todas maneras. No podía dejarse dominar.
Y ahí, en el Costa Coffee estaría a salvo de esas ratas con alas que tanto le desagradaban.
Sus pensamientos frenéticos hicieron un extraño bucle: «Si ella no
quiere hablarme, yo no tengo motivos para volver a hablar con ella»
- se dijo con torva frialdad.
Trató de salir de su propio interior, y miró la calle, los altos edificios que en esa parte parecían tener demasiados pisos para su antigüedad y para la anchura de sus fachadas, pegadas unas a otras. Le gustaba la
arquitectura victoriana que se alzaba en la vereda de enfrente. Se dijo que en Chile sólo podían encontrarse casi exclusivamente edificios de inspiración neoclásica, o a lo más de un estilo que
recordaba someramente el art decó.
Pero lo que primaba
allí era sólo regularidad y ritmo en la composición de las
fachadas, pensó. Nada de audaces formas salientes y entrantes, nada
de fluidez y movilidad de las formas fundentes con el medio. Pocos
aditamentos de la Belle Epoque.
«Gaudí hubiera
muerto de aburrimiento. »
“¿Fusión con el
entorno, o dominio y orden?” – Volvió a pensar en Hansen, el
profesor del M.I.T que había sido galardonado con el Nobel. Decía
que la irracionalidad propia de los agentes económicos hacía que no
se pudiera predecir ciertos índices bursátiles en el largo plazo. Y
algo similar ocurría para las estructuras de deuda.
"Irracionalidad es
igual a caos. Pero la mano ha evolucionado para poner orden" . Él
tenía la esperanza de propiciar ese orden, y para eso estaba el Proyecto Logos.
Cruzó a mitad de cuadra y entró en el pequeño café de letrero rojo que conocía
bien.
La luz más directa
le hizo parpadear un poco. No era un lugar especialmente agradable.
Era discreto, y algo desordenado, aunque limpio. Pero no planeaba quedarse mucho
tiempo.
Le gustaba la idea
de que estaba premiando el buen trabajo con su demanda de bienes y
servicios. Le había gustado el croissant consumido hacía meses en compañía de Francine y su conversación inteligente. Entonces había sido cuando todo había empezado,
cuando por primera vez le habían hablado de Logos, un revolucionario
invento con el asombroso potencial de cambiar al mundo.
Pero pensar en ella
era ahora un desperdicio neuronal, se dijo. Una falta de criterio y una falencia de dignidad personal. Si ella no tenía interés, él definitivamente mucho menos lo tenía.
Se sentó en una
mesa para uno, cerca de la entrada, y la amable mesera con aspecto de
estudiante aislada, de esas que no se atreven a desnudarse frente a
otras chicas, tomó su orden. Esa impresión se fijó de inmediato en el cerebro del joven Era una rubia un tanto regordeta que Adán clasificó inmediatamente muy por abajo de sí mismo, como a esa muchacha con la que no había querido bailar en aquella fiesta, y de la que todos se habían reído cuando volvió, roja como un tomate, a su asiento. Cosas de niños. Cosas lejanas en las que llevaba años sin pensar.
Le
sonrió, conocedor del efecto que eso causaba en la mayoría de las
mujeres.
Miró a su
alrededor, y se pasó las manos por la cara, tratando de despejar su
mente y detener aquel agotador diálogo interno, tan intenso, que realmente amenazaba con hacerle colapsar.
Quizás sus temores
se estaban haciendo realidad y las drogas estaban perdiendo su
eficacia. Su corazón se aceleró y se pasó la mano por la cara. Al
hacerlo, sintió la dureza de la argolla de compromiso que llevaba en el dedo
anular de la mano derecha casi haciéndole daño en la mejilla.
Se quitó la argolla
con enojo y la guardó en el bolsillo del abrigo, donde también había guardado la memoria flash con el código ejecutable del Proyecto Logos. Volvió a tratar de concentrarse en las cosas que lo rodeaban, en los colores, en los ruidos de cafetería, en el atenuado sonido del tráfico.
En la mesa contigua
había tres hombres y una mujer con aspecto de estudiantes, sentados con descarado desorden. Todos los
hombres eran barbados, desgreñados y de lentes con grueso marco de
carey. Llevaban jeans de esos que parecen sucios y rotos por moda. La
mujer llevaba velo, y tenía un rostro agradable de Oriente Medio.
A Adán Velázquez
le llamó la atención su conversación: hablaban de ópera. Intentó seguir el hilo. Todo era mejor que seguir excavando en el fango de su memoria sin poder parar.
El de barba más
nutrida y apretados rulos negros parecía estar expresando su opinión
sobre la última ópera que había visto. Los otros asentían en
silencio. Había un laptop sobre la mesa, y en la pantalla Adán
alcanzó a ver algo así como un cerebro psicodélicamente coloreado.
El economista se consideraba, desde luego, un excelente conocedor de la música clásica. Sus pensamientos habían saltado, como guiados por una verdadera mano invisible, a un tipo de ópera más grandioso, más productivo, heroico y orgulloso. La ópera de Wagner. La ópera alemana le parecía la más grandiosa.
Al otro lado, cerca
de la entrada, había un joven de barba, con suspensores, que se
afanaba sobre una máquina de escribir. “Existen los laptop,
¿sabes? Esto es 2014.”. Pensó. Tenía un libro viejo sobre la
mesa. Alcanzó a ver la portada. “Fausto” decía una palabra en
el título.
- Su café y su
croassant, señor– le dijo la mesera rubia de curvas generosas,
depositando los manjares en la mesa. -¿No desea que le guarde el
abrigo? Aquí no hace frío.
Pero Adán no la
miró. Estaba mirando fijamente hacia la calle.
Allí, en la acera
de enfrente, estaba el perro negro. Mirándolo fijamente con ojos
brillantes. Demasiado brillantes y demasiado fijos.
“¿Desea algo más,
señor? “ – insistió la mesera, paciente, jugueteando con la
refulgente bandeja. Se golpeaba las rodillas como una niña con una
muñeca de trapo entre las manos.
- No, nada más –
respondió Adán con el ceño fruncido. Estaba impaciente. – Dime
una cosa, ¿habías visto a ese perro antes por aquí?
- ¿Cuál perro?
- El perro negro que
está allí – repuso él apuntando hacia afuera.
- Ah. ¿ese? No, no
lo había visto nunca. ..¿quiere que lo eche?
El no
respondió. La mesera se encogió de hombros y se retiró.
“Es seguramente
nerviosismo debido a todo esto” – se dijo, y procedió a probar el café. El croissant estaba muy
bueno, húmedo, en su punto. Podía sentir el pendrive en el bolsillo
interior del abrigo, y. no pensaba perderle de vista.
“La ópera es sin
duda, junto con el museo, la mayor expresión del lenguaje de castas
“– seguía el hipster intelectual de la otra mesa. A Adán le
parecía que hablaba en voz deliberadamente alta para que todos le
oyeran. Como un fumador que molesta a todos, convencido de que todos
los demás sienten lo mismo que él.
Afortunadamente ahí
no se podía fumar. -“Hay que tener una educación muy especial y
un oído muy fino para entender y disfrutar la ópera”- escuchó.
La mujer dijo algo
que a Adán le pareció despectivo. Algo así como que el arte
realmente democrático tenía que ser entendido por todos. Algo
acerca del teatro popular y Shakespeare. Pero Adán no pudo hilar la
idea. Estaba seguro de haber visto algo definitivamente extraño en
el perro.
El can se había
levantado y se movía muy lentamente, acercándose a la acera. Por
entre los vehículos y la gente que se movía, Velázquez había
visto que sus patas dejaban marcas encendidas en el pavimento, como
ascuas, como carbunclos recién sacados de las brasas.
“Desde luego mis
ojos me engañaron” – se dijo. Pero no podía dejar de mirar. Se
había quedado con la tasa en la mano, a medio camino entre el
platillo y los labios. Lentamente a volvió a colocar en su lugar.
Ahora el perro le
miraba desde la ventana misma, casi con el hocico pegado al cristal.
Parecía haber
crecido. No sacaba la lengua ni hacía gesto alguno, solo le miraba
como esperándolo. Su aliento empañaba el cristal que separaba el
interior iluminado de la calle tenebrosa . Y se sentían lejanos
aleteos en el exterior de la cafetería.
El joven de la
máquina de escribir dejó repentinamente de aporrear las teclas.
Alguien dijo algo sobre palomas.No podía haber error. Las pisadas
del can habían quedado marcadas perpendicularmente a la cuneta, en
fila desde la otra acera, y ardían como piedras incandescentes
recién salidas de un volcán. Eran manchas de color amarillo y
anaranjado que se apagaban lentamente en la negrura de la noche.
Sólo se
interrumpían cuando un pasaba un peatón. O cuando un vehículo o un
bus de dos
pisos les pasaban
por encima.
- ¿Qué pasa? Dijo
la mesera en voz alta pero para sí misma, dirigiéndose a la
entrada. Ella también había sentido a las aves.
La conversación y
el tecleo de la máquina de escribir se habían reanudado poco a
poco. La
mesera volvió al
interior sin novedades. Adán quitó la vista de la ventana, y la
puso sobre el espumante café. Le temblaban las manos.
Nuevamente pensó.
Pensó en una broma televisiva. Pensó en un tumor cerebral. Pensó
en alucinógenos. En conspiraciones. En aquello de una “guerra”
que había mencionado Francine. Pensó en el dispositivo que tenía
en el bolsillo, y solo entonces el corazón le empezó a latir
aceleradamente.
Sentía la mente más
embotada que antes. Le pareció que el hispter melómano decía a sus
amigos algo así como «Ni Boris Gudunov, ni Raskolnikov , ni
Napoleón escucharon a Erasmo, sino a Maquiavelo.» El imbécil
hablaba cada vez más fuerte, y su voz era como navajas en el cerebro
del chileno. La conversación había pasado de ópera a política.
«“¿De qué habla
ese ignorante, mezclando personajes reales con ficticios? Ahora
todos son expertos en ópera e historia. Sólo por llevar pantalones
sucios.» Sintió que el populacho no debía hablar de lo que no
podía entender, aunque estudiara medicina.
¿Se atrevería a
mirar de nuevo a las tinieblas de afuera?
—¿Se siente bien?
— escuchó que la voz de la mesera le decía muy cerca. Se
sobresaltó, y por poco grita. Ella lo miraba con una expresión que
le parecía molesta y estúpida. Le dirigió una mirada tal, que la
joven alzó las cejas y dio media vuelta.
Entonces sin querer
miró hacia la ventana otra vez. Ya no había perro. Había una
figura humana. Estaba escribiendo algo sobre el cristal empañado, y
miraba fijamente a Adán
mientras lo hacía.
Este dejó escapar el croassant de su mano, y se puso de pie de un
golpe.
¿Qué decía allí?
Tuvo que forzar la
vista por varios segundos. Pero era ridículo; todo aquello era
absurdo.
¿Qué era lo que
decía? No lo comprendía. Parecían caracteres árabes, o hebreos
tal vez.
La máquina de
escribir se había detenido otra vez.
Con una mezcla de
temor y rabia, Velásquez sacó una generosa cantidad de dinero en
efectivo del bolsillo del abrigo y lo dejó de un golpe sobre la
mesa. Era más de lo necesario, pero debía salir de allí en ese
mismo instante.
Además, al
levantarse de un golpe había volcado el café sobre la mesa, y todos
le miraban.
Ya había perdido el
apetito de todos modos.
Caminó rápidamente
hacia la salida, con una mano en el bolsillo cuidado el dispositivo
USB. Al acercarse a la puerta, pudo apreciar mejor la escritura y su
autora. Era una chica flaca, pequeña y aparentemente muy joven, vestida de negro de pies a cabeza, con argollas en la nariz y en la
ceja derecha, una melena azabache y rostro cadavérico y desteñido.
La escritura sin duda no usaba el alfabeto acostumbrado.
Abrió la mampara y
salió para increparla. Se sentía bastante alterado. El frío de la calle le
golpeó como si abriera la puerta de un refrigerador y metiera la cabeza. Pero antes de que
pudiera ser completamente consciente de ello, supo que ahí solamente había un
gran perro negro que le miraba con cara estúpida y la lengua afuera..
Nada de brasas
encendidas. Nada de huellas refulgentes en el pavimento. Ninguna mano
humana escribiendo en la humedad condensada en el vidrio, a menos que fuera una
mano invisible.
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