martes, 2 de febrero de 2016

3


Sentía el orgullo herido por haber sido despachado de forma tan intempestiva, sin preámbulos, sin si quiera una mirada que fuera promesa de un posible reencuentro futuro. No volvió la vista por un solo instante mientras salía de la plaza. Llevaba la memoria flash firmemente aprisionada en la mano derecha, como si se estuviera aferrando a una rama que impedía su mortal caída en la oscuridad de un precipicio. 

“Si podemos hacer algo para mejorar a la humanidad, ¿por qué no hacerlo?" La oscuridad de la noche parecía amplificar en él la sensación de estar obligado a justificar algo que sentía como injustificable. Era como si la oscuridad de adentro se sintiera atraída hacia la de afuera, o hacia una oscuridad más profunda, casi lujuriosa. Pero, ¿ante quién? ¿Ante sí mismo? ¿Había por ventura tenido él problemas consigo mismo alguna vez? 

Caminaba cada vez más rápido. Tenía ganas de tomar un café en aquél Costa Coffee que había visto al venir, y que ahora se le representaba en la mente como lleno de saludable luz. La oscuridad en que las calles se sumían le estaba incomodando. Pasó en dirección opuesta una rubia al trote con un pequeño perro de raza, que le ladró, más juguetona que agresivamente, como si por su naturaleza perruna tuviera que cumplir con el ritual del ladrido . Se sobresaltó un poco.

“¿Por qué me siento nervioso? No es nada malo lo que hago. Lamento no haber podido pedirle su opinión ”

Necesitaba algo que le asentara el estómago:podía ser un rico croissant con un buen mocaccino caliente. Eso sería ideal. En la acera opuesta, justo frente a la puerta de la escuela de idiomas St. Giles International, un gran perro negro le observaba fijamente, como sosteniéndole la mirada, con la rosada lengua afuera y las orejas hacia el cielo. Era como si se estuviera asegurando de que Adán respetara el semáforo de Russell Squere y Southampton Row. 

“Es raro ver un perro sin dueño en Bloomsbury” se dijo mientras cruzaba, justo a tiempo para hacer un gesto y evitar a una paloma que pasó aleteando fuertemente frente a su cara. 

Unos jóvenes le quedaron mirando por más del tiempo que era decente mirar a un desconocido en la calle. Se sintió mal por haber sido sobresaltado por aquellos inmundos bichos con alas. A su mente acudió un chorro de pensamientos dispersos, incontrolables al nivel de la náusea. Desde tiempos inmemoriales, quizá desde Don Pelayo, aquél noble espatario español que combatió al moro, los Velázquez se habían caracterizado por su aristocrática gravedad e imperturbabilidad.

Esas eran las historias que le contaban su padre y su abuelo en el comedor, en la gran mesa de caoba, con los estómagos reventando de tanto comer los domingos por la tarde. Eran las historias a las que las mujeres de la familia daban aparente aceptación con una sonrisa, pero a las que nunca agregaban detalle. 

¿O no era al moro a quien había combatido Pelayo?...¡Qué cansancio mental! Sentía como un coro de voces procurando su atención; y eso que la historia y la genealogía  no eran para Adán más que una colección de datos no muy digna de estudiarse, salvo desde un punto de vista económico. La cosa es que era un linaje señorial: de ahí debía venir su disgusto por cualquier suceso que le sacara de su actitud reposada. "Gravedad", le llamaban. 

Su mente no paraba mientras caminaba. Discurría que habían sido grandes en España, y ahora eran grandes en Latinoamérica. Y la clave de la grandeza de carácter para gente como él estaba en siempre dar la impresión de tener todo bajo control, aunque de hecho, todo estuviera fuera de control. Se sabía más alto, más guapo, más listo y de mejor familia que casi cualquier latinoamericano, e incluso más que casi cualquier inglés. Sólo había que agregar a ello el perfecto aplomo del aristócrata. La imagen es todo. "Como dijo alguien, el medio es el mensaje....o algo así"

Entonces recordó que nunca había visto palomas en Bloomsbury. También notó que ya no había viento.

“No me siento del todo bien” – se repitió, estirando los pasos por Southampton Row. Le parecía que el trayecto era muy largo, más que el de venida. Su pensamiento estaba tan acelerado que estaba un poco mareado, y su cuerpo estaba extrañamente abúlico, pesado, tenso. Los bocinazos y las luces le molestaban casi como flashes directos en los ojos y oídos, más que de costumbre. Sentía que quería cerrar los ojos en la oscuridad de su cuarto de hotel.

Mala cosa. Nunca se había sentido así. Era como estar rodeado por un manto negro que alguien le hubiera echado sobre los hombros y la cabeza sin siquiera preguntarle. 

Pero un gemido de sus tripas le recordó el hambre que sentía, y que llevaba mucho tiempo sin comer nada. Iría por ese mocaccino de todas maneras. No podía dejarse dominar. Y ahí, en el Costa Coffee estaría a salvo de esas ratas con alas que tanto le desagradaban.
Sus pensamientos frenéticos hicieron un extraño bucle: «Si ella no quiere hablarme, yo no tengo motivos para volver a hablar con ella» - se dijo con torva frialdad.

Trató de salir de su propio interior, y miró la calle, los altos edificios que en esa parte parecían tener demasiados pisos para su antigüedad y para la anchura de sus fachadas, pegadas unas a otras. Le gustaba la arquitectura victoriana que se alzaba en la vereda de enfrente. Se dijo que en  Chile sólo podían encontrarse casi exclusivamente edificios de inspiración neoclásica, o a lo más de un estilo que recordaba someramente el art decó. 

Pero lo que primaba allí era sólo regularidad y ritmo en la composición de las fachadas, pensó. Nada de audaces formas salientes y entrantes, nada de fluidez y movilidad de las formas fundentes con el medio. Pocos aditamentos de la Belle Epoque.

«Gaudí hubiera muerto de aburrimiento. »

“¿Fusión con el entorno, o dominio y orden?” – Volvió a pensar en Hansen, el profesor del M.I.T que había sido galardonado con el Nobel. Decía que la irracionalidad propia de los agentes económicos hacía que no se pudiera predecir ciertos índices bursátiles en el largo plazo. Y algo similar ocurría para las estructuras de deuda.

"Irracionalidad es igual a caos. Pero la mano ha evolucionado para poner orden" . Él tenía la esperanza de propiciar ese orden, y para eso estaba el Proyecto Logos. 

Cruzó a mitad de cuadra y entró en el pequeño café de letrero rojo que conocía bien.

La luz más directa le hizo parpadear un poco. No era un lugar especialmente agradable. Era discreto, y algo desordenado, aunque limpio. Pero no planeaba quedarse mucho tiempo.

Le gustaba la idea de que estaba premiando el buen trabajo con su demanda de bienes y servicios. Le había gustado el croissant consumido hacía meses en compañía de Francine y su conversación inteligente. Entonces había sido cuando todo había empezado, cuando por primera vez le habían hablado de Logos, un revolucionario invento con el asombroso potencial de cambiar al mundo. 

Pero pensar en ella era ahora un desperdicio neuronal, se dijo. Una falta de criterio y una falencia de dignidad personal. Si ella no tenía interés, él definitivamente mucho menos lo tenía. 

Se sentó en una mesa para uno, cerca de la entrada, y la amable mesera con aspecto de estudiante aislada, de esas que no se atreven a desnudarse frente a otras chicas, tomó su orden. Esa impresión se fijó de inmediato en el cerebro del joven Era una rubia un tanto regordeta que Adán clasificó inmediatamente muy por abajo de sí mismo, como a esa muchacha con la que no había querido bailar en aquella fiesta, y de la que todos se habían reído cuando volvió, roja como un tomate, a su asiento. Cosas de niños. Cosas lejanas en las que llevaba años sin pensar.
Le sonrió, conocedor del efecto que eso causaba en la mayoría de las mujeres.

Miró a su alrededor, y se pasó las manos por la cara, tratando de despejar su mente y detener aquel agotador diálogo interno, tan intenso, que realmente amenazaba con hacerle colapsar.

Quizás sus temores se estaban haciendo realidad y las drogas estaban perdiendo su eficacia. Su corazón se aceleró y se pasó la mano por la cara. Al hacerlo, sintió la dureza de la argolla de compromiso que llevaba en el dedo anular de la mano derecha casi haciéndole daño en la mejilla.

Se quitó la argolla con enojo y la guardó en el bolsillo del abrigo, donde también había guardado la memoria flash con el código ejecutable del Proyecto Logos. Volvió a tratar de concentrarse en las cosas que lo rodeaban, en los colores, en los ruidos de cafetería, en el atenuado sonido del tráfico.

En la mesa contigua había tres hombres y una mujer con aspecto de estudiantes, sentados con descarado desorden. Todos los hombres eran barbados, desgreñados y de lentes con grueso marco de carey. Llevaban jeans de esos que parecen sucios y rotos por moda. La mujer llevaba velo, y tenía un rostro agradable de Oriente Medio.

A Adán Velázquez le llamó la atención su conversación: hablaban de ópera. Intentó seguir el hilo. Todo era mejor que seguir excavando en el fango de su memoria sin poder parar. 

El de barba más nutrida y apretados rulos negros parecía estar expresando su opinión sobre la última ópera que había visto. Los otros asentían en silencio. Había un laptop sobre la mesa, y en la pantalla Adán alcanzó a ver algo así como un cerebro psicodélicamente coloreado.

El economista se consideraba, desde luego, un excelente conocedor de la música clásica. Sus pensamientos habían saltado, como guiados por una verdadera mano invisible, a un tipo de ópera más grandioso, más productivo, heroico y orgulloso. La ópera de Wagner. La ópera alemana le parecía la más grandiosa.

Al otro lado, cerca de la entrada, había un joven de barba, con suspensores, que se afanaba sobre una máquina de escribir. “Existen los laptop, ¿sabes? Esto es 2014.”. Pensó. Tenía un libro viejo sobre la mesa. Alcanzó a ver la portada. “Fausto” decía una palabra en el título.

- Su café y su croassant, señor– le dijo la mesera rubia de curvas generosas, depositando los manjares en la mesa. -¿No desea que le guarde el abrigo? Aquí no hace frío.

Pero Adán no la miró. Estaba mirando fijamente hacia la calle.

Allí, en la acera de enfrente, estaba el perro negro. Mirándolo fijamente con ojos brillantes. Demasiado brillantes y demasiado fijos.

“¿Desea algo más, señor? “ – insistió la mesera, paciente, jugueteando con la refulgente bandeja. Se golpeaba las rodillas como una niña con una muñeca de trapo entre las manos.

- No, nada más – respondió Adán con el ceño fruncido. Estaba impaciente. – Dime una cosa, ¿habías visto a ese perro antes por aquí?

- ¿Cuál perro?

- El perro negro que está allí – repuso él apuntando hacia afuera.

- Ah. ¿ese? No, no lo había visto nunca. ..¿quiere que lo eche?

El no respondió. La mesera se encogió de hombros y se retiró.

“Es seguramente nerviosismo debido a todo esto” – se dijo, y procedió a probar el café. El croissant estaba muy bueno, húmedo, en su punto. Podía sentir el pendrive en el bolsillo interior del abrigo, y. no pensaba perderle de vista.

“La ópera es sin duda, junto con el museo, la mayor expresión del lenguaje de castas “– seguía el hipster intelectual de la otra mesa. A Adán le parecía que hablaba en voz deliberadamente alta para que todos le oyeran. Como un fumador que molesta a todos, convencido de que todos los demás sienten lo mismo que él.

Afortunadamente ahí no se podía fumar.  -“Hay que tener una educación muy especial y un oído muy fino para entender y disfrutar la ópera”- escuchó.

La mujer dijo algo que a Adán le pareció despectivo. Algo así como que el arte realmente democrático tenía que ser entendido por todos. Algo acerca del teatro popular y Shakespeare. Pero Adán no pudo hilar la idea. Estaba seguro de haber visto algo definitivamente extraño en el perro.

El can se había levantado y se movía muy lentamente, acercándose a la acera. Por entre los vehículos y la gente que se movía, Velázquez había visto que sus patas dejaban marcas encendidas en el pavimento, como ascuas, como carbunclos recién sacados de las brasas.

“Desde luego mis ojos me engañaron” – se dijo. Pero no podía dejar de mirar. Se había quedado con la tasa en la mano, a medio camino entre el platillo y los labios. Lentamente a volvió a colocar en su lugar.

Ahora el perro le miraba desde la ventana misma, casi con el hocico pegado al cristal.

Parecía haber crecido. No sacaba la lengua ni hacía gesto alguno, solo le miraba como esperándolo. Su aliento empañaba el cristal que separaba el interior iluminado de la calle tenebrosa . Y se sentían lejanos aleteos en el exterior de la cafetería.

El joven de la máquina de escribir dejó repentinamente de aporrear las teclas. Alguien dijo algo sobre palomas.No podía haber error. Las pisadas del can habían quedado marcadas perpendicularmente a la cuneta, en fila desde la otra acera, y ardían como piedras incandescentes recién salidas de un volcán. Eran manchas de color amarillo y anaranjado que se apagaban lentamente en la negrura de la noche.

Sólo se interrumpían cuando un pasaba un peatón. O cuando un vehículo o un bus de dos
pisos les pasaban por encima.

- ¿Qué pasa? Dijo la mesera en voz alta pero para sí misma, dirigiéndose a la entrada. Ella también había sentido a las aves.

La conversación y el tecleo de la máquina de escribir se habían reanudado poco a poco. La
mesera volvió al interior sin novedades. Adán quitó la vista de la ventana, y la puso sobre el espumante café. Le temblaban las manos.

Nuevamente pensó. Pensó en una broma televisiva. Pensó en un tumor cerebral. Pensó en alucinógenos. En conspiraciones. En aquello de una “guerra” que había mencionado Francine. Pensó en el dispositivo que tenía en el bolsillo, y solo entonces el corazón le empezó a latir aceleradamente.

Sentía la mente más embotada que antes. Le pareció que el hispter melómano decía a sus amigos algo así como «Ni Boris Gudunov, ni Raskolnikov , ni Napoleón escucharon a Erasmo, sino a Maquiavelo.» El imbécil hablaba cada vez más fuerte, y su voz era como navajas en el cerebro del chileno. La conversación había pasado de ópera a política.

«“¿De qué habla ese ignorante, mezclando personajes reales con ficticios? Ahora todos son expertos en ópera e historia. Sólo por llevar pantalones sucios.» Sintió que el populacho no debía hablar de lo que no podía entender, aunque estudiara medicina.

¿Se atrevería a mirar de nuevo a las tinieblas de afuera?

—¿Se siente bien? — escuchó que la voz de la mesera le decía muy cerca. Se sobresaltó, y por poco grita. Ella lo miraba con una expresión que le parecía molesta y estúpida. Le dirigió una mirada tal, que la joven alzó las cejas y dio media vuelta.

Entonces sin querer miró hacia la ventana otra vez. Ya no había perro. Había una figura humana. Estaba escribiendo algo sobre el cristal empañado, y miraba fijamente a Adán
mientras lo hacía. Este dejó escapar el croassant de su mano, y se puso de pie de un golpe.

¿Qué decía allí?

Tuvo que forzar la vista por varios segundos. Pero era ridículo; todo aquello era absurdo.

¿Qué era lo que decía? No lo comprendía. Parecían caracteres árabes, o hebreos tal vez.

La máquina de escribir se había detenido otra vez.

Con una mezcla de temor y rabia, Velásquez sacó una generosa cantidad de dinero en efectivo del bolsillo del abrigo y lo dejó de un golpe sobre la mesa. Era más de lo necesario, pero debía salir de allí en ese mismo instante.
Además, al levantarse de un golpe había volcado el café sobre la mesa, y todos le miraban.

Ya había perdido el apetito de todos modos.

Caminó rápidamente hacia la salida, con una mano en el bolsillo cuidado el dispositivo USB. Al acercarse a la puerta, pudo apreciar mejor la escritura y su autora. Era una chica flaca, pequeña y aparentemente muy joven, vestida de negro de pies a cabeza, con argollas en la nariz y en la ceja derecha, una melena azabache y rostro cadavérico y desteñido. La escritura sin duda no usaba el alfabeto acostumbrado.

Abrió la mampara y salió para increparla. Se sentía bastante alterado. El frío de la calle le golpeó como si abriera la puerta de un refrigerador y metiera la cabeza. Pero antes de que pudiera ser completamente consciente de ello, supo que ahí solamente había un gran perro negro que le miraba con cara estúpida y la lengua afuera.. 

Nada de brasas encendidas. Nada de huellas refulgentes en el pavimento. Ninguna mano humana escribiendo en la humedad condensada en el vidrio, a menos que fuera una mano invisible.


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