No bien hubo visto al simple y mundano perro negro, con su expresión bobalicona y su lengua sedienta, pero sin poder notar nada en él que no fuera estrictamente ordinario, el economista, presa de singular excitación, dio media vuelta y enfiló hacia el hotel. El corazón le latía con fuerza de un modo tal que creía escuchar cada vigorosa contracción como un sordo golpe en los oídos. Nunca antes se había sentido tan asustado como en ese momento en el que el desafío y el desafiado eran la misma persona, esto es, él mismo, y cuando por acción de quizás qué fuerzas se había visto obligado a reconocer en toda su significación que veía cosas imposibles. No miró atrás ni por un instante.
De cuando en cuando sentía aleteos, brisas entrecortadas, y sabía sin necesidad de verlas que eran palomas, muchas palomas, que ya un par de veces habían dejado caer sus blancos desechos sobre los hombros y la solapa de su abrigo negro. Casi no miraba en derredor, solo al piso y al frente de forma intercalada, solo lo indispensable para no tropezar, o para esquivar a alguien demasiado absorto en su celular o en sus audífonos, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Caminaba cada vez más rápido, hasta que, incapaz de soportar la lentitud sincopada de su propio pazo, empezó a correr sin ninguna gravedad. El dependiente de un negocio le quedó mirando, olvidando la saludable regla de no meterse en lo que no era de su incumbencia. Sabía que muchos más le miraban, y eso era para él lo peor de aquella alocada carrera por Southampton Row. No estaba en control, no podía controlar lo que los otros pensaban de él.
Entró al hotel y se dirigió directo a la habitación. Cruzó el lobby con paso impetuoso, sintiendo una verdadera urgencia por librarse de su sobrecarga sensorial. Le parecía que estirándose sobre la cama en la oscuridad y el silencio de ese sitio protegido de indiscretas miradas se sentiría mejor rápidamente. Por o menos ya no se sentiría tan mareado.
“Lo único importante es que el pendrive esté a salvo.” Se dijo. Estaba tan confuso que no podía traer a la mente el por qué aquel pendrive era tan importante, pero no lo puso en duda.
Cuando iba subiendo, solitario y silencioso entre los pulidos planos de los espejos en el ascensor, le pareció que la ridícula chiquilla de negro estaba allí, con él, de alguna forma misteriosa. Que había aparecido repentinamente y sin explicación en el cubículo, sin que esto significara que la hubiera visto realmente con los ojos del cuerpo.
Cuando iba subiendo, solitario y silencioso entre los pulidos planos de los espejos en el ascensor, le pareció que la ridícula chiquilla de negro estaba allí, con él, de alguna forma misteriosa. Que había aparecido repentinamente y sin explicación en el cubículo, sin que esto significara que la hubiera visto realmente con los ojos del cuerpo.
“No existen los perros que se transforman en personas. La irracionalidad lleva al caos. La
mano humana, la mano invisible, es la que ordena las cosas dándole a cada cuál el valor que le corresponde. Excepto la mano de esa chiquilla que escribe sin sentidos en un ventanal. No lo comprendo”.
Empezaba a verse atacado por una extraña distorsión del tiempo. En cierto instante le pareció que habían pasado unas dos horas desde que había salido del café. Pero el reloj le ayudó a comprobar que,
como era lógico, sólo habían pasado poco más de quince minutos.
Caminó por el pasillo mirando la alfombra, sintiendo sus pasos amortiguados e irritantemente abúlicos. Apretaba con fuerza el pendrive usando el brazo, lo que hacía que éste le quedara en posición extraña. "Parezco un enfermo" se repetía al ver su reflejo en cualquier superficie. No comprendía por qué tenía la extraña sensación de ver a la chica de los piercings a cada momento al pasar frente a cada superficie pulida.
No quería levantar la vista por miedo a lo que pudiera ver. Afortunadamente los aleteos de palomas habían cesado, por la simple razón de que las aves no lo habían seguido al interior del hotel.
Entró a su habitación, y aseguró bien la puerta. Se tendió inmediatamente sobre la cama, desfalleciente, sintiendo una relajación muscular inmediata y satisfactoria. No quería levantarse jamás.
Debido a la carrera y a la perturbación emocional, estaba sudando copiosamente. Pero no se quitó el abrigo, manchado con excremento de paloma, ni siquiera los zapatos. Le parecía que si movía la cabeza aunque fuera un mínimo, los mareos regresarían y acabaría abrazado al excusado.
Cuando abrió los ojos se sentía bastante relajado y mentalmente estable. La luz de un nuevo día entraba por la ventana a raudales. Ni rastros de palomas, perros o adolescentes-perros. Palpó su
abrigo. El dispositivo estaba allí, inerte y frío.
Se sentía bien. Entró al baño, se duchó, e incluso se rió un poco de sí mismo en relación a su conducta de la noche anterior. ¿Qué habría pasado? Quizá fuera el dispositivo. O quizá algo que había comido le había producido una intoxicación con síntomas inusuales. Definitivamente tendría que hacerse un chequeo médico para comprobar que todo estuviera bien.
Tenía que ordenar todas sus cosas para viajar de inmediato a Santiago. Había adquirido pasajes para las tres de la tarde. Tenía algo de tiempo. Pidió servicio a la habitación, y le trajeron el desayuno.
Mientras sorbía el café y olía las tostadas con mermelada, decidió ponerse frente al televisor, y lo encendió con el control remoto. Surfeó por varios canales, hasta que un despacho de noticias le llamó la atención.
La reportera era una inglesa típica, pecosa y de pelo cobrizo corto. Lo que había llamado la atención de Velázquez fue que reconoció el barrio desde donde se efectuaba el despacho: era en frente de Russell Square. Subió el volumen, sintiendo una injustificada opresión en el pecho.
“En horas de esta madrugada fue encontrado un cuerpo en Russel Square, en lo que podría ser el más sangriento y horrible crimen que se haya cometido en el tranquilo barrio de Bloomsbury. Se trata del cuerpo de una mujer identificada, según su documentación, como Francine Monagan, quien se desempeñaba como investigadora del Instituto de Neurología del London College, específicamente estudiando la conducta de asesinos seriales y su curación, lo que aumenta el misterio de este macabro hallazgo...”
“La historia que vamos a contar ahora no es apropiada para los niños, así que no se entregarán todos los detalles por el momento, pero al parecer la doctora Francine Monagan habría sido víctima de una especie de asesinato ritual. Ha trascendido que esto podría tener alguna relación con sus investigaciones....”
“Su cuerpo ha sido encontrado desnudo, atado a unos árboles con las piernas y los brazos
estirados, pero lo más impresionante de todo ha sido que el o los asesinos se dieron el tiempo de grabar en su cuerpo, aparentemente con un cuchillo caliente, lo que podrían ser unas palabras en un idioma desconocido, o alguna clase de símbolos”
Entonces, detrás de la periodista, más allá de la cinta amarilla de la policía amarrada a los
árboles, vio de nuevo al perro negro. Estaba sentado, igual que en la noche anterior, idéntico. Y parecía mirarle a él por encima del hombro de la periodista.
Había que salir de allí. No había tiempo de empacar. El tiempo se aceleraba otra vez, el pensar se hacía corto y fluía a tropezones, sin profundidad. “Déjalo todo Adán. Sólo lleva dinero, el pasaje, lo que tienes puesto y el dispositivo. Hay que salir del país ahora.“ Se repetía mientras se terminaba de vestir frenéticamente. No sabía por qué exactamente se apresuraba, pero cada célula de su cuerpo quería dejar Londres en ese mismo instante.
“Fue ella” – se repetía – “La chica punk, trash o lo que sea. Ella escribió esos símbolos desconocidos en su cuerpo. Viene por mí, sea quien sea”.
Debió demorarse menos de cinco minutos en salir del hotel, llevando solo una maleta de mano. El pago en la recepción fue muy rápido. En un poco más de media hora de presionar al conductor del taxi llegaron al aeropuerto, sobrepasando mucho el límite de velocidad. Lo que era innecesario, pues el vuelo no salía hasta las tres.
Durante todo el viaje sobre el Atlántico Adán Velázquez estuvo con una extraña sensación
de de-javú. Y de que el tiempo pasaba rapidísimo. Durmió la mayor parte del viaje, levantándose sólo para cambiar de avión en Sao Paulo. Al aterrizar en Santiago, se sentía pésimo.
No habló con sus padres, ya que ellos no le esperaban hasta dentro de dos días. Les había mentido sobre su fecha de arribo, para tener tiempo de hacer ciertas cosas a sus anchas. También le había mentido a Pilar, su novia. No tenía interés, ya habría mucho tiempo, tal vez demasiado, en estar con ella. Se fue directamente a su departamento en Providencia, y apenas llegó se metió a internet a buscar información sobre el asesinato de Bloomsbury.
Al parecer había verdadera conmoción en Londres, a juzgar por la abundante información consignada en la prensa desde el día anterior. .El joven se dijo que incluso era posible que Scotland Yard le buscara para interrogarle, puesto que había sido una de las
últimas personas que había estado con ella. “Fue la chica de negro” – se repetía Adán.
Quizá fuera mejor declarar voluntariamente, para evitar cualquier impasse con los
ingleses. Pero, ¿qué les diría? ¿Qué estaba metido con la doctora Francine Monagan en
una conspiración para controlar el mundo, o algo así? ¿Qué una adolescente perro le
había escrito un mensaje amenazante por lo que había tenido que huir?
Siguió explorando. En un portal de noticias habían entrevistado a varios expertos en religiones y sectas, y entre ellos, había uno experto en lenguas antiguas. Decía, entre
otras cosas:
“Las palabras grabadas en el cuerpo de la científica corresponden a una fórmula que aparece verso del Antiguo Testamento, lo que refuerza la tesis del asesinato ritual. “
No había duda. Era lo que la joven había estado escribiendo.
“Los símbolos son arameos, y transliterando a los sonidos más similares en nuestro idioma, día algo así como: MENE MENE TEKEL UPARSIN
El experto acotabaen que este mensaje es el mismo que aparece en el cuadro “La escritura en la pared” de Rembrandt,en que se puede apreciar como una mano desprovista de cuerpo escribe en la pared esta ominosa fórmula profética, interrumpiendo las festividades y pasmando a todos.
Adán sintió un golpe en el pecho...¿Una mano sin cuerpo? ...¡Una mano invisible!....
A continuación, el experto explicaba que el significado de las palabras no era del todo claro, pero parecía tener un sentido literal y otro simbólico. El literal era algo así como: “Una mina, una mina, un siclo y un medio siclo” que eran pesas o unidades monetarias arameas. Pero, según la historia bíblica, cuando Daniel interpreta la visión les da un significado que implica el fin del reinado del Rey Belsasar:
MENE: derivaría del arameo para “contar”, lo que implicaba que el fin del imperio caldeo
estaba cerca. “Contó Dios la duración de tu reino, y le ha puesto fin”
TEQUEL: derivaría de la palabra aramea para “pesar”, y que significaría que Belsasar había
sido pesado en una especie de balanza moral divina y no había tenido suficiente peso moral para seguir siendo rey. “Fuiste pesado en la balanza, y fuiste hallado insuficiente”.
UPARSHN: Esta palabra vendría del arameo para “dividir”, y significaría que el imperio Caldeo, heredero del Imperio Babilónico, sería dividido entre los Medos y los Persas.
Y según la historia bíblica, esa misma noche los enemigos tomaron la ciudad de Belsasar, mataron al rey e impusieron el imperio Persa.
Adán se sentía mal otra vez. La sensación de de-javú había regresado. Se llevó la mano al
bolsillo de la camisa y palpó la memoria. Pensó en el rostro de la muchacha punk. No recordaba haber visto un rostro más macabro en su vida.
Probablemente si la hubiera conocido en otra circunstancia solamente le habría parecido una pobre criatura, seguramente drogadicta, una vida sin aporte para nadie.
Probablemente si la hubiera conocido en otra circunstancia solamente le habría parecido una pobre criatura, seguramente drogadicta, una vida sin aporte para nadie.
Necesitaba ducharse. Pero súbitamente se sintió ahogado. Ni siquiera se había cambiado
la ropa. Sólo se había quitado el abrigo, que en Santiago por esas fechas no necesitaba.
Caminaba de un lado a otro por el departamento, pasándose las manos por la cara. Sólo
entonces se dio cuenta de que había caído en un sopor tan grande durante el vuelo, que
casi no recordaba el momento en que el avión había hecho escala en Sao Paulo. Eso no podía ser normal.
“Tengo que caminar” se dijo, angustiado. “Hacia algún lugar donde haya algo de verdor
para relajarme. Y comeré algo”
Ya estaba metido en esto. A lo mejor no era nada, y todo estaba en su mente. Pero algo le
decía que no era así. Se sentía angustiado. Y nunca había estado angustiado, o al menos,
no tanto.
Notó que no tenía su argolla por ninguna parte. Quizá la había perdido en el avión. No le
importó.
Enfiló sus pasos por Avenida Providencia, acercándose al Cerro San Cristóbal. En el
trayecto pensaba en la mano Invisible de Adam Smith, y la mano que había puesto aquél
mensaje apocalíptico en la pared. Pero también pensaba en la mano de la muchacha trazando esos caracteres con su dedo en el cristal. Entró en un local que le pareció
aceptablemente limpio y pidió una hamburguesa y una Coca-cola. Se entretuvo mientras
comía mirando los pequeños cuadros vintaje que adornaban las paredes de la cafetería.
También había libros viejos distribuídos por todas las mesas. Era una interesante idea para ese horrible lugar.
Tomó uno y lo abrió. Era 2666, de Roberto Bolaño. Leyó algo respecto a un pintor que se
Comió vorazmente y siguió su camino.
La gente caminaba a su alrededor como espectros sin sentido. Los ocupantes de los
vehículos se veían más dignos que los caminantes, pensó. Pero de todas formas todos
parecían comunes, aburridos. Gente del montón.
Se metió por unas pequeñas callecitas para llegar hasta la entrada que daba paso al Cerro.
Allí pululaban los universitarios y se escuchaban risas en los pubs. Estaba cerca de las
sedes de las estaciones de televisión de la ciudad. Había devorado las distancias con sus
largos pasos y ni siquiera había reparado en que había caminado bastante.
Todo le era común y ordinario por allí: gente morena, pequeña, fea. Estudiantes universitarios despistados y mediocres, como todo en el país. Demasiado niños en comparación con los estudiantes de Harvard o Chicago. Gritos de vendedores ambulantes.
Casas viejas mezcladas sin ningún concierto con edificios nuevos. Calzadas con baches, cunetas rotas, basura en las rejas de las alcantarillas. Micros ruidosos y hediondos. Olores
mezclados.
Todo era tan pedestre y común que empezaba a creer que todo lo del día anterior había
sido un sueño, y se preguntaba si no debía volver a casa a ducharse para no contribuir a la
hedentina general. Pero la entrada al parque estaba muy cerca.
Había, no obstante, algo nuevo. Aunque se decía que quizás era su percepción la que había cambiado por cualquier motivo, no podía evitar sentir que el ambiente de la ciudad parecía haber empeorado de forma repentina. Sin embargo, sólo era una sensación: visualmente las cosas no habían cambiado demasiado,
Había, no obstante, algo nuevo. Aunque se decía que quizás era su percepción la que había cambiado por cualquier motivo, no podía evitar sentir que el ambiente de la ciudad parecía haber empeorado de forma repentina. Sin embargo, sólo era una sensación: visualmente las cosas no habían cambiado demasiado,
Y entonces la vio. ¿Era ella? ¿Acaso se estaba volviendo loco?
Sintió por segunda vez en el día un nudo de nerviosismo en las tripas.
Ingresando al parque justo delante de él, caminaba una joven de negro, pequeña, con
melena, con jeans negros desteñidos y botas militares, con chaqueta negra llena de
parches y costuras horribles.
Era ella. No podía ser, pero era ella. No había duda. Lo supo antes de verla de perfil, con
sus aros en la ceja y en la nariz y un dedo asomando por un hoyo en la manga de una
especie de blusa de un tono azuloso que llevaba bajo la chaqueta.
Ella se detuvo por un momento como dudando acerca de qué dirección debía seguir, y fue
entonces cuando él pudo apreciar su rosto flaco y anguloso.
Iba hacia el cerro, caminando con cortos pasitos. A Adán se le antojaba que sus piernas
eran tan flacas y el pantalón tan ajustado, que perfectamente podían ser hilacha colgando de la chaqueta. Ella se decidió por el sendero algo escarpado que se abría a la
derecha. Ahora él tenía la ventaja: él la había visto, no ella a él.
Y Adán Velázquez ya no se sentía desfalleciente, como hasta ese momento. Ahora
aclararía las cosas, entregaría a la chica a la policía, si era necesario. Pero el misterio le
molestaba. O la locura, o lo que fuera. Estaba espantado, pero era otro tipo de espanto,
que no embotaba los sentidos, sino que los agudizaba. Ahora deseaba llegar al fondo de
aquello.